Luxemburgo, año 1893.
El gran duque soberano, Adolf, y su esposa, Adelheid, exhortan encarecidamente a su hijo mayor, heredero de aquel pequeño país, a contraer matrimonio. Adolf había sido, hasta 1890, simplemente el cuarto duque de Nassau, mientras que el hermano mayor, Willem III, ostentaba la soberanía de los Países Bajos, que incluían Holanda y Luxemburgo. Sólo en 1890, a la muerte de Willem III, la Ley Sálica vigente en Luxemburgo había hecho imposible que le sucediese, en dicho territorio, su hija Wilhelmina. Wilhelmina se había convertido en la reina de Holanda, en tanto que el tío Adolf pasaba a ser gran duque soberano de Luxemburgo.
Por supuesto, Adolf comprendía que estaba inaugurando una nueva dinastía para el ducado. Y una dinastía se basa, ineludiblemente, en el constante engarce de generaciones en una cadena que no debe romperse. Por tanto, Adolf y Adelheid animaron al príncipe Guillaume Alexandre, de cuarenta y un años, a escoger una esposa de rango equiparable al suyo propio con la que empezar a procrear más pronto que tarde.
Guillaume Alexandre, al igual que sus padres, profesaba la religión protestante. Sin embargo, la mayoría de la población luxemburguesa profesaba la religión católica. Dispuesto a complacer a sus futuros súbditos, Guillaume Alexandre decidió abandonar su cómoda soltería de la mano de una princesa católica. Así, tras un período de reflexión, se declaró a María Anna de Braganza, infanta de Portugal. En realidad, María Anna jamás había pisado suelo portugués, ya que su padre, el rey Miguel I, había perdido su trono, partiendo hacia el exilio, varios años antes que se celebrase su boda con Adelaide de Löwenstein-Wertheim-Rosenberg. Miguel y Adelaide, que se habían casado en Kleinheubach, repartieron su tiempo entre Alemania y Austria. Sus hijas (Maria das Neves, Maria Teresa, Maria José,
Aldegundes, María Anna y María Antonia) así como su único hijo varón (Miguel) crecieron, pues, en un entorno absolutamente germánico. Portugal lo llevaban en el apellido.
Adelaide de Löwenstein-Wertheim-Rosenberg, "rainha" de Portugal pero jamás vista por los portugueses, demostró, con el tiempo, ser una magnífica casamentera. Seis hijas para dotar y casar adecuadamente constituyen un reto para cualquier madre con plena conciencia de su rango, pero Adelaide no se dejó amilanar sino que buscó, afanosamente, las mejores oportunidades para cazarlas al vuelo. María das Neves, la mayor, se casó, en 1871, con el infante Alfonso, hijo del pretendiente carlista al trono de España, don Carlos duque de Madrid, lo que la destinaba a convertirse en una "reina de requetés" a no ser que la situación española, tan inestable, diese un vuelco que llevase a su suegro al trono en Madrid. Más sustancioso fue el casorio, en 1873, de María Theresa, una preciosidad, con el archiduque Karl Ludwig de Austria, mayor que ella, dos veces viudo, pero, a fín de cuentas, hermano del emperador de Austria. María José, a su vez, se casó, en 1874, con el duque Karl Theodor en Baviera, hermano de la emperatriz Elisabeth de Austria y de la ex reina María de Nápoles. Luego, en 1876, Adelgundes contrajo nupcias con el príncipe Enrique de Borbón-Parma, conde de Bardi.
Hacia 1893, permanecía solteras la penúltima: María Anna.María Antonia, la benjamina, se había casado en 1884 con Roberto de Parma, quien, viudo de María Pía de las Dos Sicilias, había tenido de ésta nada menos que doce hijos (María Antonia contribuiría a extender la familia con otros doce retoños). Adelaide, muy religiosa, casi se había conformado a que María Anna, cuya edad prometedora se había agotado, permaneciese soltera, quizá profesando en religión. Pero aún no se había tirado la toalla: a fín de cuentas, siendo prácticos, cinco hermanas bien situadas allanaban el camino para hermana por situar. En esa tesitura, cuando Guillaume Alexandre enfiló el camino que llevaba a su casa, quedó sellado el destino de María Anna: se transformaría en la futura gran duquesa soberana de Luxemburgo.