Ya sé que hay un espacio dedicado a la reina Victoria...
...pero esta historia merecía un rincón propio, porque es quizá una de las historias de ¿amistad?¿amor? más hermosas de las que han llegado hasta mi conocimiento. Hay algo profundamente emotivo y conmovedor en la relación entre la reina emperatriz Victoria y un ghillie escocés cuya franqueza no estaba exenta de cierta rudeza pero que ofrecía una lealtad inquebrantable. En cierto
modo, éste es mi particular tributo a John Brown. Seguramente, a Victoria, que era mucho menos "victoriana" de lo que la pintan algunos, le hubiera encantado la idea de que aquí nos acordásemos de John Brown.
Victoria y John Brown en el parque de Osborne House, isla de Wight.Como se trata de una historia que me produce una intensa melancolía…
…permitidme iniciarla por el final.
Marzo, año 1863. El día de Pascua de Resurrección, un domingo, amanece extremadamente frío en Windsor Castle. Soplan vientos racheados, que a menudo empujan los ligeros copos blancos de una nevada tardía. A pesar de que el clima invita a permanecer en el interior de la residencia, quizá incluso al amor de la lumbre, el sirviente predilecto de la reina Victoria se empecina en pasar largas horas a la intemperie. Los fenianos irlandeses han amenazado, recientemente, con perpretar un atentado en el cual la víctima sería, con un poco de “suerte”, la mismísima soberana británica. John Brown ha experimentado un serio disgusto entreverado de enojo por la bravuconería de aquellos “malditos fenianos”; pero, sobre todo, siente preocupación, una vaga aprensión que a ratos se transforma en potente alarma. Por esa razón, John Brown ha querido salir al parque, recorrerlo una y otra vez en busca de intrusos o de lugares recónditos por los que pudiera llegar a adentrarse en el recinto cualquier elemento peligroso. En el castillo, la inmensa mayoría sacuden la cabeza ante la terquedad del escocés. Si no bebiese tanto como bebe, se habría ahorrado el ataque de paranoia: eso piensa, más o menos, la gente. Y, desde luego, trasiega whisky constantemente. El lunes, John Brown no podrá repetir su “guardia en el parque” del domingo: su rostro hinchado y enrojecido hace temer un brote de erisipela, pero, aparte, ha cogido un trancazo monumental. Intenta curarse el catarro con lingotazos de whisky y el resultado será un fenomenal episodio de delirium tremens que lleva por la calle de la amargura al médico de confianza: el doctor Reid.
El doctor Reid está al límite de sus fuerzas, para decir la verdad. Lleva dos semanas atendiendo a la reina Victoria, que se encuentra encamada a causa de un virulento acceso de reumatismo. Que, en esa tesitura, John Brown sucumba a un delirium tremens obliga al doctor Reid a moverse constantemente desde la alcoba de la reina a la habitación del sirviente para atender a ambos con absoluta dedicación. La cosa tiene un mérito especial si se considera que la madre de Reid ha enviado a éste una carta informándole de que el padre se encuentra agonizante. Reid desearía marchar al encuentro del padre que se le muere y de la madre que se dispone a encajar semejante pérdida, pero no se atreve. Así que Reid sacrifica su deseo, muy natural, de abandonar Windsor. Él se debe, antes que nada, a Victoria. Victoria le necesita. Y le necesita por partida doble, porque no sólo está en juego su salud, sino la salud del queridísimo Brown.
A pesar de los desvelos del doctor Reid, John Brown empeora rápidamente. Parece mentira que un tipo de constitución tan robusta haya podido deteriorarse a tal punto a causa de la ingesta absolutamente inmoderada de whisky o de un cóctel de whisky con vino clarete que él ha inventado. Con apenas cincuenta y seis años, después de treinta y cuatro años al servicio de la reina Victoria, John Brown fallece en Windsor -¡tan lejos de su Crathie natal, en el Aberdeenshire!- en la desapacible tarde del 27 de marzo de 1863.
No va a ser Reid quien le comunique el fatal desenlace a Victoria. De hecho, NADIE se atreve a transmitirle aquella noticia a la reina que trata de recobrarse del último achaque. Tras varias horas dándole vueltas a la pregunta “¿a quien se le pide que le ponga este cascabel al gato...?”, llegan a la conclusión de que la persona idónea para interpretar el papel que nadie desea asumir es...el príncipe Leopold, duque de Albany. Leopold no se encuentra precisamente “en plena forma”: antes de encamarse ella misma, Victoria había visitado en el cercano Claremont a su hijo, a su nuera y a la niñita que ambos habían el mes precedente, en febrero. A Victoria le había impresionado vivamente la escena que había encontrado en Claremont: Leo, hecho una piltrafa, se mantenía tendido en un cómodo diván; otro diván acogía a su esposa Helen, todavía debilitada por la reciente maternidad. A pesar de los pesares, se insta a Leo a que salga de su confinamiento para cubrir el trayecto de Claremont a Windsor con la misión de informar a Victoria de que John Brown ha fallecido.
Sólo es posible experimentar compasión hacia Leo de Albany. Realiza un denodado esfuerzo por trasladar lo acontecido a Victoria con tacto y delicadeza, pero le resulta penoso contemplar el efecto de sus palabras en la reina. Los ojos de Victoria se arrasan en llanto mientras su rostro adquiere una absoluta palidez; se tambalea, está a punto de perder por completo el equilibrio, necesita que la sostengan. La tristeza que emana de la figura rechoncha de la reina sobrecoge a quienes se encuentran cerca.