El veintisiete de abril del año 1882, la capilla real del castillo de Windsor sirvió de escenario a una boda. El príncipe Leopold, duque de Albany, octavo de los nueve hijos que la reina Victoria había tenido en su feliz matrimonio con su primo Albert de Saxe Coburg, intercambió sus votos nupciales con la princesa Helen de Waldeck-Pyrmont. Leopold contaba veintinueve años, Helen veintiún años y los dos conformaban una encantadora pareja aunque el aspecto un tanto desvaído del novio contrastaba con la evidente lozanía de la novia.
Helen, que lucía espléndida en aquel día semiprimaveral...
...sabía a lo que se estaba arriesgando: una vida conyugal en la que debería prodigar los mayores cuidados a un esposo que quizá la dejase viuda en plena juventud. Leopold era un hijo especial para la reina Victoria, que había albergado durante años la certeza de que él se mantendría soltero y permanecería a su lado como una especie de secretario privilegiado. Esa impresión de la soberna se basaba en el conocimiento exacto de la delicada y frágil salud de Leopold: había nacido aquejado de hemofilia, entonces una enfermedad potencialmente letal, y, además, parece bastante probable que padeciese a menudo accesos de epilepsia.
El cuadro clínico de Leopold había marcado su existencia desde que su temprana infancia...
...hasta su mocedad:
Se había desarrollado casi entre algodones, rodeado de médicos y asistentes. Todos estaban pendientes de él, porque bastaba un simple golpe, un tropezón seguido de una caída absurda, para que pudiese formarse en la piel algún hematoma que reflejase hacia el exterior una hemorragia interior de efectos devastadores para el muchacho. Como se supone que quien evita la ocasión, evita el peligro, el príncipe que ya adulto recibiría de su augusta madre el título adicional de duque de Albany se encontró sometido a constantes limitaciones. Si bien eso le provocaba un sentimiento de frustración, también es cierto que los períodos de semi-invalidez en un plácido confinamiento le permitieron potenciar al máximo su veta intelectual. Entre los hijos reales, Leopold se destacó por su inclinación hacia el estudio. Ya joven, arrancaría a su preocupada madre el necesario consentimiento para poder establecerse en el Christ Church, de Oxford, dónde demostró su capacidad abordando un amplio elenco de materias: para cuando abandonó el recinto universitario, lo hizo llevando bajo el brazo, con orgullo, un título de graduado con honores en derecho civil.
A partir de ahí, Leopold lucharía, cada vez con mayor vehemencia, por "hacer su vida" sin que le frenase el miedo a la muerte. Victoria hubo de aceptar -reluctante, pero...- que Leopold viajase a Norteamerica, por ejemplo, junto a su muy querida hermana Louise. El marido de Louise, John Campbell, marqués de Lorne, desempeñaba en esa época el cargo de gobernador general de Canadá. Leopold y Louise recorrieron parte de los Estados Unidos antes de dirigirse a Canadá, dónde él permaneció una temporada en la residencia oficial que compartían su hermana y su cuñado. La experiencia le resultó tan grata que, en años posteriores, trataría, en vano, de que se le confiase el cargo de gobernador general en Canadá o en Australia.
Pero el principal reto de Leopold radicaba en encontrar una esposa adecuada. En su juventud, mientras estudiaba en Oxford, se le atribuiría un idilio con la sugestiva Alice Liddell, hija del dean de Christ Church; en la actualidad, se debate si quizá no fue Alice, sino la hermana menor de ésta, Edith, el objeto de su enamoramiento. Después, Leopold se entusiasmó con la bella heredera Daisy Maynard; Daisy, no obstante, se casaría con Francis Greville, Lord Brooke, y, al cabo de unos años, se haría famosa por su aventura sentimental con el príncipe de Gales, Bertie, hermano mayor de Leopold.
En el capítulo princesas, Leopold no tuvo mejor suerte. Estuvo prendado de Frederika de Hannover, con quien le unía una profunda amistad; pero ella no podía corresponderle porque bebía los vientos por el barón Alfons von Pawel-Rammingen. Con su habitual integridad, Leopold ayudó a Frederika a que ésta obtuviese permiso para casarse con su barón von Pawel-Rammingen (a instancias de su hijo, la reina Victoria incluso cedió el uso de unos apartamentos en el palacio de Hampton Court a la pareja). Otras posibilidades, como Victoria de Baden o Caroline de Schleswig-Holstein, también se quedaron en agua de borrajas.
Leopold estaba ya seriamente deprimido cuando su madre echó a un lado sus reservas acerca de cualquier eventual matrimonio para ese hijo concreto y se decidió a ayudarle. Bajo sus auspicios, Leopold conoció a la encantadora Helen de Waldeck-Pyrmont, que se hallaba en edad de merecer y se mostró dispuesta a afrontar un enlace con un hombre atractivo, sin duda, pero con una esperanza de vida reducida por sus enfermedades...