El relato arranca, inexcusablemente, en otra mujer...

...que nació siendo archiduquesa de Austria-Estiria, con el nombre de pila de Margareta. Había llegado al mundo en un día particularmente señalado del calendario cristiano: el 25 de diciembre. En este caso, hablamos del 25 de diciembre de 1584, jornada durante la cual en la ciudad de Gratz, capital de la región austríaca de Estiria, María Ana de Baviera, sobrina carnal a la vez que esposa del archiduque Carlos, dió a luz a su undécimo retoño en común. Diez criaturas habían precedido a Margareta y todavía llegarían cuatro más después de ella. No podía negarse que la unión de Carlos y María Ana había resultado extraordinariamente fecunda.
El 18 de abril de 1599, Margareta, que todavía no había llegado a cumplir quince años, contrajo matrimonio por poderes con el príncipe Felipe, heredero de España. Se trataba de un pariente cercano, por supuesto, ya que los Habsburgo estaban cogiéndole el gusto a casarse dentro de su propio círculo. Carlos V había decidido renunciar a sus posesiones para retirarse a la vida contemplativa en el monasterio de Yuste, dejando los dominios hispánicos y las provincias flamencas en manos de su hijo Felipe II, pero los territorios centroeuropeos de los Habsburgo a su hermano, que se transformó en emperador con el nombre de Ferdinand I. Ferdinand I había sido a su vez el padre de quince hijos con su esposa Ana Jagellon, por derecho propio reina de Bohemia y de Hungría; entre esos quince hijos, figuraban el emperador Maximilian I y el archiduque Carlos de Austria-Estiria. El emperador Maximilian, casado con su prima española María, hermana de Felipe II, había tenido una hija, Ana, que al crecer se había convertido en la cuarta esposa de Felipe II, madre de ese príncipe Felipe con el que luego casarían a Margareta de Austria-Estiria, a su vez hija de un hermano y una sobrina de Maximilian I.
Asegura la tradición que Margareta recibió la noticia de que viajaría a España para casarse con Felipe cuando se encontraba atendiendo enfermos en un hospital de la ciudad de Graz. Había heredado la religiosidad, la sincera piedad y la compasión por los menos afortunados que distinguían a su madre, María Ana. Precisamente la madre, María Ana, decidió acompañar a Margareta cuando ésta se puso en camino, con el gran séquito habitual en esas circunstancias. En el momento en que el cortejo acababa de adentrarse en tierras italianas, se enteraron de que el gran rey Felipe II había fallecido en El Escorial: el prometido de Margareta ya no era, por lo tanto, el príncipe Felipe, sino Su Católica Majestad Felipe III. En la ciudad de Ferrara, el 13 de noviembre de ese año de 1598, Margareta contrajo matrimonio con un Felipe III representado por su primo y cuñado el archiduque Alberto. El enlace por poderes se hizo coincidir con la festividad de san Leopoldo, patrón de los Habsburgo.
Navíos magníficamente pertrechados surcaron el Mediterráneo para conducir a Margareta a Valencia. En la localidad de Murviedro, se produciría el primer encuentro entre el rey Felipe III, de veintiún años, y su reina Margarita, casi a punto de festejar su decimoquinto aniversario. Él no hablaba alemán y ella no hablaba español, de manera que esos Habsburgo tuvieron necesidad de un intérprete para intercambiar los primeros cumplidos en presencia de la madre de la chica, María Ana. Los esposos por poderes tuvieron un segundo encuentro a los pocos días en el santuario de Nuestra Señora del Puig, en el que ambos rezaron para que su vida conyugal fuese grata a los ojos de Dios. Después se verían en la catedral de Vinaroz, durante un nuevo acto religioso, y, finalmente, en la Seo de Valencia, en la que se realizó la misa de velaciones que complementaba el casamiento por poderes de Ferrara.
A sus quince años, Margarita había llegado dispuesta a entregar su corazón al marido que le habían elegido. Felipe poseía unos cabellos de un rubio intenso y tez clara; el rostro en su conjunto era bastante agraciado a pesar de la mandíbula prognática típicamente habsburguesa; lo único que le faltaba era buena planta, porque carecía de una constitución fornida, adoleciendo por tanto de una figura un tanto enclenque. A los ojos de Margarita, lo que contaba era que en él se mezclaban una natural timidez con una profunda gentileza; en sus cartas a casa, ella nunca se cansaría de repetir que se trataba de un hombre bondadoso, afectuoso, inclinado a la clemencia y que se postraba ante cada fraile que se cruzaba en su camino solicitando la bendición. Por lo que concierne a Margarita, todos coincidían en que su maravilloso cutis compensaba la fea nariz y un prognatismo más acentuado que el de Felipe. Era una mujer de carácter agradable, simpática y complaciente, aparte de intensamente devota. Los dos compartían cierta pasión por los trajes ostentosos, por la danza y por las cacerías. Estaba claro que se entenderían fácilmente, una vez superada la barrera idiomática.
Una sombra se proyectaba, no obstante, sobre su existencia en común. Felipe se había criado según los designios de su formidable padre Felipe II, quien, después de los serios conflictos en que se había visto envuelto por causa de los desequilibrios mentales de su difunto primogénito el príncipe don Carlos, deseaba un heredero completamente obediente y sumiso a su voluntad, incapaz de provocar ni el menor quebradero de cabeza. La cuestión estribaba en que el príncipe Felipe se había plegado completamente a la voluntad de su progenitor y se había perdido cualquier oportunidad de desarrollar su propio carácter. Para la época en que se juzgó necesario que empezase a tomar contacto con los asuntos de estado, se descubrió que había en él capacidad analítica ni criterio alguno. Era de mente letárgica y de naturaleza indolente. Lo primero que había hecho al ascender al trono había sido delegar por completo el gobierno en su favorito, el conde de Lerma, que pronto llegaría a ser el duque de Lerma.
Margarita íba a detectar rápidamente que quien tenía la sartén por el mango era Lerma. El aristócrata había decidido de antemano que la reinecita importada de la lejana Estiria no íba a disponer de recursos para ganar una ascendencia en el espíritu del rey que quizá a la larga perjudicase al valido. Sus primeros movimientos se orientaron a someter a su influencia a Margarita. Empezó tratando de imponerle un nuevo confesor a la consorte de Felipe, un franciscano llamado fray Mateo de Burgos. En esa tesitura, Margarita se defendió con brillantez: puesto que aún no balbuceaba el español, adujo, por la salud de su alma requería mantener a su lado a quien había sido su confesor desde la niñez, el jesuíta alemán Richard Haller. El argumento de Margarita prevaleció, porque nadie podía discutir su lógica aplastante. Pero en cuanto la pareja real se estableció en Valladolid, auténtica capital de los dominios de Felipe por deseo expreso de Lerma, que tenía en esa ciudad su palacio, el noble volvió a interferir abiertamente en la composición del conjunto de damas de la muchacha. Ésta no pudo mantener por mucho tiempo a su camarera mayor, la duquesa de Gandía, a quien profesaba sincero afecto. La duquesa de Gandía hubo de abandonar la corte en diciembre de 1599, reemplazándola nada menos que Catalina de la Cerda, esposa del duque de Lerma. Esa sustitución produjo, evidentemente, aluviones de rumores entre la gente común y corriente. Puesto que Catalina duquesa de Lerma mostraba una salud en franco declive, su marido determinó que la asistiría en sus funciones otra señora de su cuerda, Magdalena de Guzmán, marquesa del Valle.
Margarita lo tenía complicado para hacer frente a Lerma, que dominaba por entero a Felipe III. Dice mucho a favor de ella, sin embargo, que tratase de apuntalar su independencia en numerosas ocasiones. Después de haber sufrido un aborto natural en su primer embarazo, la reina multiplicó sus peregrinaciones a santuarios marianos; tributó una constante devoción a Nuestra Señora de la Esperanza en Valladolid y llegó a desplazarse a Zaragoza para rezar a la Virgen del Pilar. Se consideró recompensada al producirse un segundo embarazo en noviembre de 1600. A principios de septiembre de 1601, ante la inminencia del parto de la reina, el duque de Lerma propuso que se trasladase al palacio de los Lerma en Valladolid. Pero Margarita, que acababa de pedir que le mandasen el báculo de Santo Domingo de Silos para que le ayudase a parir bien, se empeñó en establecerse en el palacio de los condes de Benavente. A Lerma le sentó peor que mal ese "desaire" de Margarita; se puso tan melancólico que Felipe III, tratando de apaciguarle, le regaló una ristra de perlas valorada en treinta mil escudos.
En la tarde del día viernes 21 de septiembre de 1601, Margarita experimentó los dolores previos al alumbramiento. Felipe III, movido por su amor hacia Margarita, insistió en quedarse a su lado, sosteniéndole la mano y murmurando palabras de aliento, hasta que las parteras le rogaron que les permitiese cumplir con su tarea sin la presión que suponía esa constante vigilancia de su monarca. Margarita expulsó la criatura a la una y media de la madrugada del sábado 22 de septiembre de 1601. Aunque no cabe duda de que se habían multiplicado las oraciones para que se les concediese un varón a los reyes, no causó ningún disgusto la llegada de una minúscula infanta de España. Felipe III estaba tan contento con la primogénita que solicitó que se celebrasen luminarias en Valladolid durante tres noches consecutivas.
La pequeña infanta de España sería bautizada en la iglesia del convento de San Pablo de Valladolid, el domingo 7 de octubre de 1601. El duque de Lerma la condujo en brazos a la pila bautismal ante la que aguardaba el oficiante, el cardenal obispo de Toledo, flanqueado por dos cardenales y cuatro obispos. Lerma representaba al padrino oficial, el duque de Parma. La madrina, en cambio, era la esposa de Lerma, Catalina de la Cerda, a la que seguía la marquesa del Valle, designada aya gobernanta de la chiquitina que recibió en esa jornada los nombres de ANA MAURICIA.