Pero empecemos por el principio.
En la segunda mitad del siglo XIX, una pareja que gozó de una posición casi casi hegemónica en la Rusia de los Romanov. Lo único que en realidad les impedía estar dónde hubieran querido estar...en el pináculo de aquella extraordinaria pirámide social...era el hecho de que el hombre, Vladimir, había nacido como tercer hijo del zar Alexander II y su zarina, María Alexandrovna. En la línea de sucesión al trono, trazada de acuerdo a un orden de primogenitura, descendente de mayor a menor por rango de edad entre los varones, Vladimir estaba por detrás de sus hermanos Nicholas (apodado Nixa) y Alexander (llamado Sasha). Aunque Nixa se murió en plena juventud, devastado por una meningitis de origen tuberculoso, Sasha adquirió el rango de heredero de su padre. Por un momento, pareció dispuesto a renunciar a tal privilegio porque deseaba casarse con una joven y encantadora dama de palacio: Marie Elimovna Mestchersky.
Se produjo una tensa escena entre el zar Alexander II y Sasha. Al final, Sasha se doblegó ante la poderosa voluntad de su padre. Renunció a cualquier pretensión de desposar a Marie Elimovna Mestchersky. En cambio, marchó a Dinamarca para declararse a la princesa Dagmar, que había sido la prometida del difunto Nixa. Dagmar se transformó en María Feodorovna, la consorte del entonces zarevitch Alexander. Así que, obviamente, Alexander y su María Feodorovna, apodada Minnie, se encontraron en una situación predominante en la corte. No en vano estaban destinados a convertirse en zares.
Vladimir jamás olvidó lo cerca que había estado de revestirse con la púrpura imperial. Había tenido la miel en la punta de los labios...pero luego se quedó con las ganas de paladearla. Siempre consideraría -con absoluta falta de
modestia...- que él hubiese sido mejor soberano que su hermano, cuyo único mérito especial radicaba en haber nacido ANTES. La misma idea germinaría en la mente de la muchacha con la cual se casó: la princesa Marie Alexandrine de Mecklenburg-Schwerin. En su país adoptivo, la llamarían la gran duquesa Vladimir o la gran duquesa María Paulovna. Para sus allegados, era simplemente Miechen.
Nuestra Miechen poseía tanta ambición como Vladimir: en ese sentido, no cabe duda de que se trataba de dos espíritus afines. Ella misma descendía de una gran duquesa rusa: Elena Paulovna, hija del zar Paul I, por tanto una tía paterna de Alexander II, el padre de Vladimir. Pero se había criado en la relativamente
modesta corte de Schwerin y había pensado que no habría otra opción excepto casarse con el hombre que la había requerido en primera instancia, un príncipe de Schwarzburg-Rudolstadt. Así que sencillamente se le había subido a la cabeza la opulencia y la pompa en cuanto se anunció su boda con Vladimir Alexandrovich. Lo que se encontró superaba con mucho sus expectativas juveniles, de manera que se volcó, con ferviente entusiasmo, en su nuevo papel de gran dama de San Petersburgo.
Ese formidable par de dos, los Vladimirovich, enseguida crearon una familia. El primer hijo de ambos, un varón bautizado en la ortodoxia con el nombre de Alexander, murió con dos años y medio. Para entonces, tenían un segundo varón, que se llamaba Kyril, y la gran duquesa estaba embarazada de su tercer retoño, que sería otro varón al cual se daría el nombre de Boris. A continuación, vino un niño: Andrei. Por fín, a principios del año 1882, Miechen tendría a su último bebé: se trató de una fémina para la que escogieron el nombre de Helen, en recuerdo de Elena Paulovna, antepasada rusa de la madre.
La siguiente foto muestra a la familia al completo, con Helen, todavía un bebé, en brazos de su madre:
