George IV no llevaba una vida convencional.
El día de su coronación, su esposa Caroline de Brünswick, de la que llevaba largos años separado, se había cansado de aporrear las puertas de la abadía de Westminter porque consideraba que ella debía ser coronada como su consorte. Caroline no se había salido con la suya, a pesar de que el pueblo se dolía de su triste sino. Pero el rampante George enseguida se estableció, principalmente, en Royal Lodge, Windsor. Allí le rodeaban dos mujeres: su ex amante, Isabella Seymour-Conway, marquesa de Hertford, y su amante durante los últimos diez años de su existencia, Elizabeth Connyngham, marquesa Connyngham. Se daba la circunstancia de que el marido de lady Connyngham, Henry, asumía con garbo sus cuernos porque ejercía el distinguido papel de Lord Mayordomo del rey George IV.
La duquesa viuda de Kent consideraba, y no sin razón, que ese entorno "absolutamente inmoral" no era el apropiado para su hijita. Sin embargo, en el verano de 1826, cuando Drina tenía siete añitos, George IV insistió en que le visitase en Royal Lodge. La duquesa viuda no tuvo otro remedio que dirigirse a Windsor, con Feo y con Drina. Ésta última demostró un sorprendente desparpajo al avanzar hacia su tío el rey: aquel que en su juventud había sido un auténtico dandy, al cual se llamaba
the first gentleman of Europe por sus excelentes
modales sumados a su sofisticada elegancia, se había convertido en un hombre obeso, castigado por la gota. George IV extendió una mano diciéndole a la niña:
"A ver, dadme esa garrita". Y la niña, con una sonrisa que le marcaba hoyuelos en las mejillas, extendió su "garrita", una mano diminuta que se perdió en el interior de la manaza del rey. Acto seguido, lady Connyngham condecoró a la pequeña princesa con un retrato en miniatura, bellamente esmaltado, del monarca, que se convirtió en el gran tesoro de Drina.
Drina tenía un don para tratar con George IV, quien, pese a su virulenta animadversión hacia la duquesa viuda de Kent, no pudo dejar de prendarse de la chiquilla. Se produjeron anécdotas que reflejan ese talento de Drina para acariciar el ego de su tío. En un momento determinado, al concluír un pequeño concierto, el monarca pidió a su sobrinita que eligiese la siguiente pieza que debería interpretar la orquesta. Con expresión arrobada, la niña declaró que desearía escuchar de nuevo el
"God Save the King" -lo cual, desde luego, era muy halagador para los oídos de su tío "Prinny". Antes de que Drina abandonase Windsor, el rey George, curioso, le preguntó:
"Dime, querida...¿qué es lo que más te ha gustado de la visita?". Y de nuevo su sobrina demostró una singular dote para la diplomacia:
"El paseo contigo, tío Rey", declaró muy convencida.
A partir de entonces, George IV mostró mayor inclinación hacia Drina, aquella muñequita tan salerosa y complaciente. El monarca hubiese querido ver más asiduamente a la pequeña sobrina, aunque la duquesa viuda dedicó años a poner trabas a sus encuentros.