Pero como aquí no nos interesa ir demasiado deprisa...pisamos freno.

Maria Theresa tuvo tiempo de poner en el mundo doce hijos, aunque varios se malograsen y otros se juzgasen, con no poca tristeza, muy defectuosos. Entre tantos embarazos y partos, su salud se fue llevando sus buenos quebrantos, como era de esperar. Poco a poco, se le hacía más difícil mantener el ritmo de vida que a ella le agradaba. Aún podía interesarse por la política...sin meter demasiado la borbónica nariz, a petición de su marido. Le preocupaba el sesgo que estaban tomando los acontecimientos en todo el continente y dentro de su imperio en particular. No hay duda de que lamentó más que Franz la muerte en la guillotina de la tía Marie Antoinette. María Theresa mantenía un sólido vínculo afectivo con su madre, María Carolina, que había sido, incuestionablemente, la hermana favorita de Marie Antoinette.
Sin embargo, trató de no incomodar a Franz más de lo estrictamente necesario durante esos tiempos revueltos. Prefería seguir de cerca la crianza de sus retoños, patrocinar a grandes músicos -su favorito resultaba ser un tal Joseph Haydn...- y seguir organizando sus mascaradas en el Hofburg o en Schönnbrunn. Entre tanto, veía que su salud se mermaba de manera progresiva pero alarmante. La debilidad pulmonar se hizo cada vez más evidente.
En sus últimos años, no obstante, extrajo fuerzas de flaqueza para animar a su esposo a plantar cara a un general corso, un tal Napoleón Bonaparte, que con su fabuloso talento para la estrategia estaba conduciendo a los ejércitos franceses de victoria en victoria, tanto en territorio italiano como germánico. María Theresa, al igual que su madre en el reino siciliano, experimentaba una mezcolanda de miedo y animadversión hacia el Bonaparte que había protagonizado una extraordinaria progresión social aprovechando el caos sanguinario surgido de la revolución. El hombre no se había conformado con ser un genial caudillo; se había convertido en miembro de un triunvirato de cónsules, luego en cónsul vitalicio, después ni más ni menos que...¡¡en Emperador de los franceses!! Se había coronado a sí mismo, con laureles de oro, en la catedral de Nôtre Dame, en presencia del Papa a quien se había presionado para que viajase desde Roma a París pese a su avanzada edad; también había coronado, con sus manos, a su esposa criolla, Josephine de Beauharnais, con un pasado de lo más colorido. Pensar que aquella Josephine dormía en el lecho de Marie Antoinette, la Habsburgo casada con un Borbón que había muerto decapitada, agravaba los males de María Carolina en Nápoles y de María Theresa en Viena.
Al principio, los austríacos, que participaban en las coaliciones formadas para frenar los avances de Napoleón, cosechaban derrota tras derrota. En diciembre de 1805, se produjo la formidable batalla de Austerlitz. También se la llamó la Batalla de los Tres Emperadores, porque Napoleón I condujo a sus ejércitos contra un gran ejército liderado personalmente por el kaiser Franz II y el zar Alexander I de Rusia. En pocas palabras: Napoleón I les dió sopas con hondas en aquellos campos situados a pocos kilómetros de Brno, en Moravia. Los victoriosos franceses avanzaron a través de territorio austríaco hasta ocupar la ciudad de Viena. La emperatriz María Theresa hubo de huír con sus hijos, un trago muy amargo.
Para quitarse de encima la "plaga" que suponían miles de soldados franceses acampando en la capital imperial, Franz hubo de firmar la muy humillante paz según las cláusulas del Tratado de Pressburg. El Sacro Imperio Romano Germánico desaparecía; sencillamente, al cabo de siglos, dejaba de existir para que Napoleón crease, a su gusto, la Confederación del Rhin, formada por todos los estados germánicos. Franz II se convertía en Franz I emperador de Austria. Y cedía grandes porciones de territorio a los reinos de Baviera y Württemberg, así como al ducado de Baden, porque éstos se habían aliado con Napoleón esperando obtener ventajas -de hecho, las obtuvieron a costa de los abatidos austríacos-.
Aquello fue tremendamente impactante para María Theresa. A sus achaques se añadió el desánimo. Veía que el zar ruso Alexander I había llevado mucha razón al declarar, justo después de Austerlitz, que ellos (los representantes de dinastías de tanta solera, Habsburgo y Romanov nada menos...) eran
bebés en manos de un gigante (Napoleón). El final de 1806 se le hizo dolorosísimo a la emperatriz de Austria. Murió, consumida, el 2 de marzo de 1807.
Poco sabía sobre Maria Theresa, leeré más de ella profundidad.