PARA SALVAR UN IMPERIO
El rey iba en último lugar. Llevaba una gran capa, botas altas y un sombrero de 3 picos, debajo del cual su cara aparecía tan blanca como su empolvada peluca. Se mantenía, sin embargo, tranquilo y sereno; quizás era el único en comprender que aquel extraordinario hecho escribía una página sensacional en la historia de la heroica Lusitania. Supongamos que se quedase en Lisboa, ¿que le ocurriría? Que como los otros monarcas europeos, seria destronado, cogido como rehén e instalado en alguna casa destartalada de la costa vasca francesa, mientras Inglaterra, amparándose en al teoría de la incompetencia de los pueblos indefensos, se apoderaría del Brasil. ¡No! Era preferible jugar la última carta. Escapar a la colonia, con la seguridad de que ambos países se verían beneficiados con ello: Brasil, porque con su presencia y la de sus hijos se elevaría a la categoría de un imperio, y Portugal, porque gracias al prestigio de su colonia encontraría el medio de restaurar su autoridad.
Juan VI
La majestad de su porte impresionó a parte del público. A su paso cesaron los insultos y las imprecaciones. Las piedras que estaban en las manos volvieron a caer al suelo. La simplicidad del monarca, su seriedad, le valían el afecto de sus súbditos. En un lugar donde el gentío se amontonaba, Don Juan hizo detener su carruaje. Descendió, y la lluvia torrencial se descubrió en un afectuoso saludo a su pueblo, que espontáneamente se entregó a vitorearle.
Creedme, portugueses: obro correctamente. Ahora dejo el reino, pero un día volveré con un imperio.
Alegres y esperanzadas ovaciones acogieron las afirmaciones del rey. Sus palabras daban a sus súbditos un motivo de espera, una esperanza para soportar horas crueles. ¡Buen viaje!... ¡Lisboa y sus palacios desiertos sabrán esperar tu regreso!
A partir de aquel momento, la fuga se hizo con más orden. Innumerables botes esperaban en los muelles de Ajuda a al comitiva real, para transportarla a los barcos anclados en el centro de la bahía. El mayor era la hermosa fragata
Príncipe Real, reservada al rey, a sus hijos más pequeños, y a los más destacados nobles de la corte. Cada uno de estos elevados personajes llevaba consigo un importante séquito de criados, pajes, barberos, masajistas, secretarios, y padres confesores, lo que obligó a limitar la capacidad del barco, mas a pesar de haber previsto que serviría para trescientos pasajeros, al partir se habían acomodado en él mas de seiscientos.
Carlota Joaquina
El segundo barco, era el yate real
Alfonso, en el que viajaron Carlota Joaquina y las jóvenes infantas, con el alegre circulo de poetas, artistas cantores y amigos de todas clases, que rodeaban a la princesa regente.
Mil doscientas personas se amontonaron en esta nave, y pronto dejaron oír sus alegres bromas y risotadas. El viaje prometía ser divertido. ¡Nadie disponía de una cama para él solo! ¡Lo que iban a disfrutar!
Maria Ana última hija de Juan VI y Carlota Joaquina
En el viejo bergantín
A Raihna se preparó una cabina enrejada para la reina loca. Atendida por las más viejas damas y devotas figuras de la corte a quienes Carlota Joaquina no podía soportar, la reina fue instalada a bordo, donde sus gritos de "¡Ay Jesús!" serian ahogados por el rugir de las olas. En este barco, como en los otros, los pasajeros se amontonaron unos encima de otros, porque se asignaron a al reina y a las dos infantas reales, sus nietas, que con ella viajaban, mas de mil quinientos cortesanos, hombres de iglesia y criados.
En los demás barcos, el
Conde Henrique, el
Martim de Freitas y el
Príncipe do Brasil, se acomodaron, como pudieron, magistrados, ministros, consejeros de Estado, clero y altos funcionarios de la corte. Durante dos días, los barcos engulleron personas y equipajes, sin que ni un momento los angustiados emigrantes dejasen de consultar el horizonte, con el temor de ver aparecer en él la terrible figura de un granadero francés. La lluvia había cesado, y el brillante sol de España secaba rápidamente los fangosos caminos por donde se acercaba el invasor.
Napoleon se acercaba
Por fin los barcos estuvieron totalmente cargados, pero entonces empezó a circular un espantoso rumor, nacido en las profundidades de las cocinas: no había a bordo provisiones suficientes para tanta gente. ¿Buscar provisiones? ¿Donde, si todos los mercados de Lisboa y sus alrededores habían quedado devastados para llenar las bodegas de los barcos? ¿Esperar unos días más? Imposible, las tropas del mariscal Junot estaban demasiado cerca.