Como una hermosa punta de flecha indígena se extiende con su forma mi hermosa Patagonia, clavándose con sus misterios y su exuberante naturaleza en el corazón del fin del mundo. Tierra misteriosa durante siglos, este territorio que con poco más de un millón de kilómetros cuadrados es equivalente a dos veces de España, por ejemplo, tiene 3 regiones bien diferenciadas: al oeste, la región cordillerana, en la que picos nevados, grandes lagos y glaciares aún activos se ven adornados por bosques impenetrables que cobijan una importante reserva de fauna autóctona, Al este, 2.000 kilómetros de costa acantilada sobre el Océano Atlántico, sirven de hábitat natural a pingüinos, lobos y elefantes marinos, y de nido de amor a las ballenas francas, cuyo apareamiento puede presenciarse en primavera. Y en el centro, la cara más inhóspita de la Patagonia: una árida meseta esteparia devorada por su único habitante: el viento. Completan este triángulo austral la isla de Tierra del Fuego y la Antártida.
A pesar de ser la tierra del fin del mundo, o quizás por eso, numerosos aventureros y exploradores se han dado cita allí a lo largo de los tiempos: si el científico Charles Darwin reconocería en su libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo, que de todas las maravillas por él vistas, los bosques vírgenes de Tierra del Fuego y el desierto “maldito” de la Patagonia argentina eran las que más profunda huella habían dejado en su espíritu, no menos asombroso es conocer la historia del francés Oriélie-Antoine de Tounens, un personaje entre napoleónico, quijotesco y chiflado que en 1860 se autoproclamó Rey de Araucanía y la Patagonia, convenciendo para ello a miles de araucanos, indios belicosos que habitaban entonces la región.
Lo malo de Napoleón Bonaparte, entre muchas otras cosas, fue que luego de él todos quisieron ser Napoleón Bonaparte. Locos, aventureros, oportunistas, soñadores… Ejemplo de ello es el africano Jean-Bédel Bokassa, aquel demente que, siendo presidente de la república centroafricana, se autocoronó emperador en una ceremonia que parecía calcada a la de su gran ídolo: Bonaparte. América era seguramente el último de los pensamientos del Corso al colocarse la corona en Notre-Dame, y evidentemente, nunca llegó a aquellas lejanas tierras, pero sí lo hizo uno de sus grandes admiradores, el francés Oriélie-Antoine de Tounens (1825-1878). Al desembarcar en Coquimbo (Chile) un helado día de agosto de 1858, este abogado, fascinado por la historia, hospitalidad y el carácter apacible de la gente mapuche , comenzó su increíble aventura, producto de largas distancias, dificultosas comunicaciones y empecinada soledad. Su condición de monarca fue aceptada por varias tribus de ambas vastísimas regiones del sur de Argentina y de Chile, ejerciendo incluso desde el exilio una autoridad de hecho que lo pusieron en dominio de extensas regiones e inmensas riquezas. Toda una osadía para la leyenda. Y el buen negocio. La aventura continúa hoy en la persona de uno de sus grandes admiradores y descendiente de sus fieles, el francés Philippe Boiry, que se asegura príncipe protector de la Araucania y Patagonia de los territorios australes de la América del Sur, y afirma ser descendiente de aquellos estrafalarios personajes del siglo XIX que quisieron ser Napoleón Bonaparte...
Oriélie-Antoine de Tounens, Rey de la Araucanía y la Patagonia
