Gracias por los retratos de la marquesa de Santos y la baronesa de Sorocaba

Ya sabes que he tratado de no entrar a fondo en la historia sentimental asociada al primer emperador de Brasil, jajaja, para ir rápido hacia dónde quiero llegar: María da Gloria. Pero es cierto que don Pedro no se andaba con miramientos ni con remilgos. Entre las mujeres con las que entabló relaciones cuando Domitília era su amante oficial, figuró la hermana menor de ella, María Benedita de Sorocaba. Se cuenta que Domitília se encendió de rabia y propinó algunos golpes a María Benedita al enterarse de que su hermana pequeña no sólo se acostaba con Pedro, sino que se había quedado embarazada a consecuencia de su aventura con Pedro. La corte brasileña de ese tiempo, desde luego, deja en mantillas al culebrón más enrevesado.

Yendo a María da Gloria...aquí la vemos retratada en su infancia. El retrato lo he hallado en la ÖNB, he tratado de agrandarlo y hacerlo más nítido, pero no puedo ofreceros una calidad óptima:

Ahí tenemos a una niña que había heredado los rasgos germánicos de Leopoldina. Una niña rubia, de ojos color celeste y piel blanquísima. En esa época, debía parecer una graciosa muñequita. Pero no cabe duda de que se hallaba en una situación que toca la fibra sensible: había perdido a su madre en diciembre de 1826, con apenas siete años de edad. Y se esperaba que lo asumiese con templanza y entereza, porque, en marzo de 1826, es decir, apenas nueve meses atrás, María da Gloria se había convertido en la reina María II de Portugal.
Sí, ya sé que os acabo de sorprender, jajaja. He querido plasmar el final de la tempestuosa vida en común de Pedro y Leopoldina, que haría de él un viudo de pésima reputación en las diversas cortes europeas, dejando a un lado los avatares políticos. Pero ahora toca reconstruír el aspecto político de
modo somero.
En marzo de 1826, concretamente el día 10, había fallecido el rey Joao VI de Portugal. La muerte le sobrevino con solamente cincuenta y ocho años, cuando, teniendo en cuenta su estado general de salud, se podía haber apostado fácilmente a que le quedaban décadas de vida. Por añadidura, pereció al cabo de pocos días de sufrir un malestar intenso, fuertes dolores. Enseguida corrió el rumor de que su defunción se había debido a causas no naturales, sino "inducidas". Se habló de veneno -en concreto arsénico...- introducido en naranjas procedentes de los jardines del palacio de Belém. Supuestamente, los que habían conspirado en las sombras para eliminar a Joao VI habían sido su esposa, la reina consorte Carlota Joaquina, y el hijo predilecto de ésta, Miguel. Miguel ya había conspirado activamente para apartar del poder a su padre en 1824; de hecho, tan activamente conspiró, que Joao VI le había retirado sus cargos en el ejército y le había exiliado, razón por la cual el príncipe había tomado el camino hacia una corte que se caracterizaba por proteger a los partidarios de la monarquía en su forma más tradicional: la de Viena.
Carlota Joaquina era una auténtica reaccionaria, una versión femenina de su hermano Fernando VII de España. Había cifrado todas sus expectativas en el acceso al trono de su hijo Miguel, también un ferviente partidario de la monarquía absolutista, sin ninguna concesión al liberalismo que trataba de emerger a escala europea. Para Carlota Joaquina no cabía la menor duda de que Miguel debía suceder a Joao VI bajo el nombre de Miguel I. Desde una perspectiva legitimista a ultranza, Pedro, el hijo mayor que la propia Carlota Joaquina había alumbrado en su matrimonio con Joao, había perdido cualquier derecho al trono portugués al declararse en franca rebeldía contra su padre proclamando la independencia brasileña para convertirse ipso facto en el primer emperador de aquella nación americana. No podía darse el caso de que Pedro I emperador de Brasil quisiera ser ahora, simultáneamente, Pedro IV rey de Portugal. No encajaba en el esquema de Carlota Joaquina, ni de Miguel, que hacía gala de una notable ambición.
Claro que Pedro no lo vió de esa manera. Joao VI había experimentado, en su momento, una intensa pesadumbre cuando su Pedro, el hijo a quien él amaba tanto como Carlota Joaquina amaba a Miguel, había optado por declararse emperador de Brasil, rompiendo los lazos de la ex colonia con respecto a la metrópoli. Pero, con los años, Joao había llegado, quizá, a comprender a Pedro. Por encima de todas las cosas, Joao nunca había querido que Carlota Joaquina y Miguel tomasen el poder cuando él faltase: demasiado bien sabía que su viuda haría milagros para facilitar el retorno del exiliado en Viena. Antes de morir, Joao había dejado clara su voluntad: había nombrado a una de sus hijas, la infanta Isabel María, regente para el caso de que él pereciese y hasta el momento en que Pedro pudiese llegar de Río a Lisboa a fín de hacerse cargo del trono vacante. La infanta Isabel María se tomó muy en serio el legado de su padre, para enojo de Carlota Joaquina y de Miguel. Con notable firmeza, asumió su papel mientras enviaba una carta a su hermano Pedro rogándole que no retrasase su viaje a Portugal. Porque Portugal le aguardaba, en especial los sectores constitucionalistas, los liberales, que querían frustrar cualquier acceso al trono de Miguel, el niño de los ojos de la aborrecida Carlota Joaquina.
Pedro sabía que íba a afrontar una circunstancia muy peculiar. A Portugal no le importaba que él fuese, simultáneamente, rey de Portugal y los Algarves y emperador de Brasil; de alguna manera, eso suponía restaurar los vínculos entre Portugal y Brasil, la ex metrópoli y la ex colonia, que quedarían de nuevo asociadas al compartir el mismo soberano. Pero la Constitución vigente en Brasil, desde 1824, había previsto esa posibilidad y había establecido una prohibición expresa en ese sentido. La solución enseguida acudió a su mente: iría a Portugal, asumiría la corona de Portugal, pero no para sí mismo, sino para la mayor de sus retoños, María da Gloria, que sería María II. Técnicamente, Pedro fue rey Pedro IV de Portugal, pero lo fue solamente por espacio de siete días, antes de darle el relevo a María II.
De esa manera, una niña de siete años se veía lanzada de cabeza a un embrollo dinástico e histórico de primer orden en Portugal. Los constitucionalistas que habían esperado con los brazos abiertos a Pedro podían extender su flexibilidad al punto de aceptar a la niña María II, pero con reticencias. Los absolutistas, evidentemente, se ratificaron en su impresión de que se estaban sucediendo las ilegalidades. Miguel debía encarnar la soberanía, no la hija mayor de Pedro, una criatura nacida y crecida en el lejano Brasil. La división social era profunda.
No cabe sino experimentar simpatía hacia la infanta Isabel María, la regente elegida por el difunto Joao VI. Había contado con ser la efímera custodia del trono de Pedro IV, pero ahora Pedro IV cedía el testigo a la niña María II. Miguel estaba en Viena, reconocido por todas las potencias que deseaban frenar la consolidación de un constitucionalismo liberal "a la inglesa" en Portugal. Pedro era consciente de que convenía alcanzar alguna clase de acuerdo con Miguel. El acuerdo que se alcanzó fue peculiar: Miguel se convertiría en regente de la sobrina María a la vez que se concertaba el matrimonio de ambos; la corta edad de la novia haría obligatorio que esos esponsales no se consumasen hasta transcurridos varios años, pero, a su debido tiempo, los cónyugues compartirían el poder (una fórmula que había funcionado en la época del ascenso de María I, entonces aún la Piadosa y todavía no la Loca, que había estado casada con su tío Pedro, nombrado Pedro III).
Menudo lío...¿verdad? A los siete años, María había sido proclamada reina de un país que desconocía aunque fuese el país natal de su padre y abuelo paterno. Asimismo, se había arreglado su futuro -supuestamente- a través de un compromiso con un tío paterno, Miguel. Ahí Pedro había sido pragmático. Había querido conciliarse también con la corte de Viena, que protegía a Miguel y le detestaba a él en razón de lo que había sufrido la fallecida Leopoldina, una Habsburgo-Lorena. Pero María era en parte una Habsburgo-Lorena, nieta por vía materna del emperador de Austria. La boda de María con Miguel sería aceptada en la cancillería dirigida con mano de hierro por Metternich en Viena.
Las cosas pudieron haber salido adelante por esa vía. Miguel cubrió el trayecto de Viena a Lisboa. Inicialmente, se podría decir que hizo el paripé. Juró lealtad a la reina niña María II, su sobrina y su prometida, así como a la Carta Constitucional que Pedro había promulgado apresuradamente para Portugal antes de ceder el trono a la hija. La infanta Isabel María quizá pudo experimentar un alivio considerable ante ese apaño de familia. Pero en poco tiempo, Miguel decidió convocar una reunión de los Tres Estados del reino en sesión plenaria de Cortes. Esas Cortes Generales tendrían por objetivo principal pronunciarse acerca de la sucesión al trono de Portugal.
Recordad que estamos en la primera mitad del siglo XIX. Las noticias fluían desde Europa a América y en sentido opuesto, desde América a Europa. Pero fluían con lentitud, a veces con desesperante lentitud. El 5 de julio de 1828, la reina María II, usando el nombre de duquesa de Porto, abandonó Río de Janeiro en un barco convenientemente escoltado por otros navíos que la llevaría a la vieja Europa: se había sugerido que vendría bien que completase su formación en la corte de Viena, bajo la tutela del abuelo materno, el emperador Francis I. Pedro la había confiado a la custodia de un eximio caballero, Felisberto Caldeira Brant, marqués de Barbacena. Ni Pedro ni Barbacena -menos aún la pequeña María, de nueve años- estaban al corriente de la convocatoria de Cortes Generales formulada por Miguel. De hecho, la flotilla que hizo cruzar el Atlántico a la rubia soberana de nueve años alcanzó Gibraltar el 3 de septiembre de 1828: fue allí dónde Barbacena recibió la noticia de que las Cortes Generales, reunidas en junio, habían proclamado a Miguel rey Miguel I de Portugal, anulando la Carta Constitucional para que volviese a existir una monarquía de corte absolutista. Barbacena reaccionó con sangre fría. Pensó que Miguel no habría actuado de esa manera tan osada sin haber contado con apoyos suficientes, de algunas grandes potencias. Él no íba a llevar a María II a Viena mientras no tuviese claro si el emperador Francis y el canciller Metternich habían "traicionado" a don pedro. Bajo su propia responsabilidad, Barbacena decidió que desde Gibraltar navegarían hasta Inglaterra. Inglaterra era la única nación en la que confiaba plenamente, incluso a pesar de que el gabinete ministerial presidido por lord Wellington se había inclinado, en primera instancia, a favor de Miguel (le veían caballo ganador frente a una niña desconocida por los portugueses).
Cabe preguntarse de qué forma se le transmitiría esa información a María y, en especial, cómo la habrá asimilado ella. Para una chiquilla que aún no había cumplido diez años, por mucho que hubiese nacido princesa y hubiese crecido situada en los intrincados vericuetos de una corte imperial, aquello tenía que ser, por fuerza, muy confuso. Al despedirla en Río, su padre le había asegurado que no había ningún motivo de intranquilidad, menos aún de aprensión; llegaría felizmente a Viena, dónde sus imperiales parientes se encargarían de ella para que, en un futuro, estuviese perfectamente preparada para casarse con su tío y asumir junto a éste el gobierno de Portugal. De pronto, en Gibraltar, ya muy cerca de Portugal, el marqués de Barbacena tenía que explicarle que Miguel había faltado a todos los compromisos adquiridos con Pedro. Miguel había jugado su partida con cartas trucadas. Y, en el momento decisivo, esas trampas le habían permitido hacerse a sí mismo rey de Portugal, pasándose por el arco del triunfo los derechos de María. Así que, simplemente, tenían que ir a Inglaterra porque Inglaterra nunca les había fallado. Claro que Wellington simpatizaba con Miguel, pero...no cabía otra opción.
No se puede echar en cara a Barbacena que tomase la única decisión que, a su juicio, correspondía tomar en tan perturbadoras circunstancias. Bastante hizo Barbacena conduciendo a María hasta Inglaterra.