Bueno...volviendo sobre mis pasos...
...aquí no vamos a extendernos acerca de la relación entre Pedro y Leopoldina. Leopoldina tiene su propio tema en el foro, uno que debo desarrollar porque dará mucho de sí. Pero conviene señalar que fue una relación difícil, con grandes tiranteces y con episodios violentos que lastimaron a Leopoldina, más aún en el plano psíquico que en el físico.
Leopoldina es un personaje al que se hace fácil -relativamente fácil- conocer, porque, desde Brasil, salió de su pluma una copiosa correspondencia con sus familiares Habsburgo-Lorena. En un principio, su trato con Pedro no le ocasionó las penas que vendrían más tarde; el mayor reto fue acostumbrarse a Brasil y a la sensación de ser completamente extraña a aquella corte ultramarina que experimentaba en el palacio de São Cristóvão. Sus instantes de mayor satisfacción derivaban de los paseos por la floresta de Tijuca, pues, como sabemos, la botánica constituía una de sus pasiones intelectuales. También le gustaba salir en busca de minerales. Pero le sorprendía la falta de viveza de la corte...y debió sorprenderle también la falta de higiene, que la hizo contraer sarna al poco tiempo de haberse establecido allí.
Cuando se quedó embarazada, nadie escatimó elogios. La boda con Pedro se había celebrado con gran pompa en Río el 6 de noviembre de 1817 (aunque, por supuesto, había habido un enlace previo, por poderes, antes de que la archiduquesa abandonase Viena, en el que el novio había estado representado por uno de los tíos paternos de la novia, el archiduque Karl, héroe de la batalla de Aspern). Hasta el mes de agosto de 1818, no quedó encinta Leopoldina. El primer parto se produciría el 4 de abril de 1819: se prolongó durante seis horas y no estuvo exento de dificultades, porque la criatura había colocado uno de sus bracitos por encima de su propia cabeza. Obviamente, un varón hubiese sido recibido con grandes algarabías, pero se trató de una fémina: María da Gloria. Su madre Leopoldina estaba plenamente decidida a amamantar a su hija, lo que, de por sí, es un hecho interesante. No solía acontecer que las damas de la realeza se empecinasen en dar el pecho...y menos aún que se lo permiesen, ya que se suponía que mientras una mujer amamantaba, no concebía de nuevo. Pero Leopoldina se salió con la suya. Desgraciadamente, al cabo de ocho días, sus pechos dejaron de producir suficiente leche para María. Esa circunstancia causó bastante tristeza en Leopoldina. Hubo de resignarse a que una ama de cría se encargase de la pequeña princesa brasileña.
Una vez que había alumbrado su primogénita, Leopoldina no tardó en preñarse de nuevo. En diciembre de 1819, sin embargo, un aborto espontáneo remató con esa segunda preñez, provocando una honda melancolía en Leopoldina. El siguiente embarazo, en 1820, produjo un hijo que recibió el nombre de Miguel en un bautismo de emergencia, pues falleció al cabo de pocas horas. Joao Carlos, el ya ansiado heredero para el heredero, llegó al mundo a principios de marzo de 1821, pero fallecería a principios de febrero de 1822, es decir, antes de cumplir un año de vida. La muerte de Joao Carlos sorprendió a Leopoldina en el octavo mes de un quinto embarazo que culminó en el nacimiento de otra niña: Januária María. Después, entre 1823 y 1824, Leopoldina añadiría a la familia otras dos niñas: Paula Mariana y Francisca Carolina. Hasta el 2 de diciembre de 1825, Leopoldina no daría a luz al único de sus hijos varones que sobreviviría al nacimiento y a la infancia: Pedro.
Hacia 1825, Leopoldina era una mujer que trataba de sobrellevar su amargura. Se había embarazado ocho veces en siete años, dando a luz en siete ocasiones, pero sólo le quedaban cuatro hijas (María, Januária, Paula Mariana y Francisca Carolina) y un hijo (Pedro). Esas sucesivas gestaciones con los correspondientes alumbramientos habían causado un efecto en su salud, en el aspecto anímico y en el físico. Para una mujer que rozaba la obesidad, aquejada de bocio, no era fácil resistir aquellos embates de la vida. Ya se sentía más integrada en Brasil, pero seguía siendo la extranjera. Le molestaba aún el clima excesivamente caluroso en determinadas estaciones; todavía echaba de menos los platos de "la buena cocina alemana" y se moría de ganas de bailar valses con la despreocupación con que lo había hecho en Viena. En otros aspectos, las cosas íban de mal en peor: su relación con Pedro había alcanzado un punto crítico, en tanto que la situación política les había hecho emperador y emperatriz como resultado de la proclamación de independencia de Brasil respecto a Portugal acaecida en octubre de 1822.
Primero, toquemos el aspecto político. Luego, vamos al meollo de la infelicidad privada, públicamente conocida, de Leopoldina.
La educación recibida en Viena había hecho de Leopoldina una ferviente legitimista. Sostenía una visión tradicional y profundamente conservadora de la monarquía, lo que estaba en plena sintonía con la etapa derivada del Congreso de Viena. Simultáneamente, su aprecio hacia su suegro, el rey Joao VI, parece haber sido auténtico, muy sincero. Joao había sido atento y considerado con su nuera Leopoldina, la misma a la que había juzgado demasiado fea en el momento de la llegada de la misma a Brasil. Al final, lo que contaba era que se trataba de su nuera...y de una mujer de linaje imperial. La simpatía de Leopoldina por Joao se acentuó en 1820, cuando llegaron a Río noticias de la sublevación liberal que se había iniciado en Porto y se había suscitado un eco poderoso en el resto de Portugal. Esa revolución liberal íba a obligar a Joao a retornar a Lisboa con Carlota Joaquina y todos sus hijos a excepción de Pedro, que permanecería en Río actuando de regente en la colonia. Leopoldina se quedaba con Pedro, naturalmente. En esa época estaba encinta del que sería el efímero príncipe Joao Carlos.
Pero Brasil se había transformado sustancialmente en los años precedentes, coincidiendo con el período de "tenemos a la corte en Río". La efervescencia social era demasiado intensa. Aunque Leopoldina considerase que Brasil seguía siendo un país excesivamente atrasado (comparándolo con su Austria natal...), lo cierto es que Brasil había adquirido una pujanza impensable dos décadas atrás. La perspectiva de volver a representar el papel de una simple colonia dirigida desde la lejana metrópoli, Lisboa, no era del agrado de los brasileños. Joao se había ído a Lisboa. Pedro estaba en Río. Que Joao reinase en Lisboa, rey de Portugal y los Algarves. Que Pedro se convirtiese en el soberano de un Brasil conformado como nación independiente.
Aquí simplificamos mucho, por supuesto. Pero en esencia, la suerte quedó echada cuando Joao reclamó a Pedro que viajase de vuelta a Lisboa con Leopoldina y sus hijos avanzado el año 1821. Pedro optó por no cumplir el mandato de su padre, en un evidente desacato a la autoridad real. Considerándolo desde un punto de vista humano, aquello tuvo que dolerle en el alma a Joao, pues ese hombre reservado y con propensión a la melancolía siempre había amado a Pedro por encima del resto de los hijos que le había dado Carlota Joaquina. La situación avanzaba rápidamente en una determinada dirección: la segregación de Brasil respecto a Portugal. Pedro estaba por la labor...y Leopoldina, consciente de que ese movimiento de independencia era imparable, se posicionó por fín en el bando de su esposo (si bien, teniendo en cuenta sus convicciones, debía experimentar algunos escrúpulos de conciencia por lo que concernía a su suegro Joao VI). A principios de septiembre de 1822, un nuevo decreto plagado de demandas llegó de Lisboa, firmado por Joao VI. Pedro no estaba en Río, se encontraba en Sao Paulo tratando de serenar las aguas revueltas en la sociedad brasileña. En su condición de regente, Leopoldina le mandó aviso de las recientes exigencias formuladas en la corte real lisboeta desde Río. A eso siguió un hecho histórico de gran envergadura: el propio Pedro proclamó la independencia de Brasil en octubre de 1822. Fue Pedro quien compuso el himno nacional de Brasil, en tanto que se atribuye a Leopoldina la creación de la bandera, que mezclaba el tono verde de las insignias de los Braganza con el amarillo dorado de la casa Habsburgo.
Pedro era Pedro I, emperador de Brasil. Leopoldina era la emperatriz. La primera emperatriz europea en un país recien emancipado del Nuevo Mundo.
Esa "solución" abrió una grieta -naturalmente- en la casa de Braganza. Pedro y Leopoldina se habían situado no sólo al margen, sino en la oposición, con respecto a Joao VI y a Carlota Joaquina. Resulta claro como el agua que la forma en que se habían producido esos eventos tenía que incidir en la familia.
En esta época a la cual aludimos, María da Gloria, la hija primogénita de Pedro y Leopoldina a la que ésta, bien a su pesar, no había podido amamantar, tenía tres años de vida. Es harto dudoso que percibiese la significación de la declaración de independencia de Brasil o de la gran ceremonia de entronización de sus padres, que tuvo lugar el 1 de diciembre de 1822. La niña también debía vivir ajena, por el momento, a las crecientes complicaciones en la relación matrimonial de sus padres.
Porque, en uno de esos curiosos entresijos de la historia, aconteció que, en las semanas inmediatamente anteriores a la proclamación de la independencia efectuada por Pedro tras haber recibido la carta remitida por Leopoldina informando de las exigencias tajantes llegadas de Portugal, el príncipe regente que estaba a punto de convertirse en emperador había conocido a una mujer que marcaría su existencia. Se trataba de Domitília de Castro e Canto Melo, perteneciente a una de las más relevantes familias de Sao Paulo. En 1813, con apenas dieciséis años, Domitilía, que era bastante atractiva para el gusto de ese período, había sido comprometida en matrimonio y casada con Felício Pinto Coelho de Mendonça. Este Felício también tenía un pedigree interesante: entre sus remotos antepasados figuraba nada menos que un tal Pero Coelho que había estado directamente involucrado en el asesinato de Inés de Castro.
El caso es que nadie podía decir que Domitília fuese ni siquiera razonablemente feliz al lado de su Felício. Por lo que se sabe, Felício, oficial en un cuerpo de Dragones, era un hombre de carácter colérico, con arrebatos de violencia. Maltrataba a su mujer sistemáticamente. Después de tener dos hijos -una niña llamada Francisca y un niño bautizado Felício-, Domitília se quedó embarazada por tercera vez en 1819. Avanzada la gestación, a Felício se le ocurrió propinarle una paliza ciertamente brutal. No sólo se lesionó la mujer, sino el bebé que portaba en su vientre. El bebé, un varón bautizado apresuradamente con el nombre de Joao, murió al poco de nacer.
Esos son los antecedentes de Domitília. Quizá podamos tributarle bastante compasión...e incluso cierta comprensión por el
modo en que aprovechó la evidente fascinación que Pedro manifestó por ella en cuanto se conocieron, en Sao Paulo. Puede que a Domitília le atrajese Pedro: él era bien parecido y no exento de atractivo. Pero sin duda también le atrajo el hecho de que la abrasadora pasión de Pedro podía liberarla de un matrimonio absolutamente catastrófico con un hombre a quien había llegado a odiar, mientras que, en otro sentido, la elevaría a alturas sociales que no hubiese podido soñar nunca con alcanzar. Domitía aceptó enseguida la petición de Pedro de que se trasladase con él a Río de Janeiro. El amante la instaló en el mismísimo palacio de São Cristóvão, en la Quinta da Boa Vista, convirtiéndola en una de las damas de compañía de la flamante emperatriz Leopoldina. Al poco tiempo, el hermano favorito de Domitília, João de Castro do Canto e Melo, se situó asimismo de forma ventajosa en la corte imperial, de la que llegaría a ser gran mariscal.
Pensad en Leopoldina. Justo en el momento en que una concatenación de circunstancias históricas hábilmente explotadas por Pedro la habían convertido en la primera emperatriz consorte de Brasil, llegaba a su círculo de damas de compañía aquella Domitília de Castro que había vuelto loco de amor al nuevo emperador. No podía ser plato de gusto para Leopoldina. En el año 1823, recordaréis que Leopoldina dió a luz a su hija Paula Mariana; casi coincidiendo en el tiempo, Domitília puso en el mundo un hijo varón muerto concebido en su relación con Pedro. La forma en que Pedro trató de confortar a Domitília por la pérdida de ese niño sin nombre debió suponer una bofetada en la cara para Leopoldina, que, a esas alturas, había sufrido una aborto en 1819 y la muerte de dos hijos, Miguel en 1820 y Joao Carlos en 1822.
En mayo de 1824, Domitília de nuevo se puso de parto. El resultado fue esa vez una niña, Isabel María. Por esas fechas, Leopoldina la emperatriz estaba embarazada de seis meses: alumbraría a la infanta Francisca Carolina el dos de agosto. No es que Pedro mostrase a las claras descontento ante la llegada de Francisca Carolina, pero ésta venía siendo la cuarta infanta proporcionada por Leopoldina, detrás de María da Gloria, Januária María y Paula Mariana, en tanto que no había, a la sazón, heredero varón. Por ese motivo, Pedro puso menos agrado en Francisca Carolina, su hija legítima, que en Isabel María, su hija ilegítima. Otra nueva ofensa para Leopoldina, evidentemente, que en ese año de 1824, además, tuvo que solicitar dinero prestado porque su marido le racaneaba el dinero para poder mantener a todo lujo a Domitília.