La historia de Marie Antoinette en la Concièrgerie es, para mí, profundamente conmovedora. Revela que incluso en la mayor de las desgracias puede brotar un poco de afectuosa calidez cuando menos te lo esperas. Por ejemplo, Madame Richard, esposa del alcaide de aquella prisión, no estaba en absoluto mal predispuesta hacia la que había sido reina antes de convertirse en una segura candidata a poner la cabeza en el tajo para que se la segase la afilada hoja de la guillotina. Más importante aún: Madame Richard tenía consigo a una joven criada llamada Rosalie Lamorlière, bonita aunque iletrada muchacha oriunda de Breteuil, en la Picardía. Rosalie Lamorlière había trabajado de doncella en la residencia parisina de la señora Beaulieu, cuyo hijo era un actor de gran relieve en la época. A continuación, la habían contratado los Richard para que prestase servicios en la Concièrgerie. Al igual que Madame Richard, Rosalie Lamorlière tenía corazón. Las dos empezaron preparando con cuidado las celdas que debía ocupar la prisionera número 280, que era Marie Antoinette. No podían evitar que la celda tuviese el aspecto de una celda...paredes de piedra que rezumaban humedad, suelos de ladrillo, una cama de lona y un cubo a
modo de retrete. Pero procuraron suavizar el impacto que la imagen de ese sitio causaría en la soberana, buscando un mullido almohadón adornado con puntillas y fina ropa de cama que olía a lavanda. A mayores, Rosalie se privó de un taburete que tenía en su dormitorio para llevarlo a la celda.
Rosalie Lamorlière íba a convertirse en una especie de ángel custodio para Marie Antoinette. Lo que podía ofrecer la muchacha casi analfabeta eran pequeños detalles, pero esos pequeños detalles marcan la diferencia cuando una se encuentra encerrada en una celda insalubre. En cierto día, la criada apareció llevando una cinta blanca con la que, poniendo el máximo afán, recogió con gusto los cabellos encanecidos de Marie Antoinette. Otro día, Marie Antoinette recibió de manos de la criada un espejito que tenía el reborde de color bermejo. Era un espejito barato, de los que vendían por cuatro perras los buhoneros de la calle. Pero a Rosalie le había salido del corazón gastar unas monedas en adquirir un espejo para la prisionera y la prisionera lo agradeció más de lo que nunca había agradecido un obsequio. Por otro lado, Rosalie, junto a Madame Richard, se encargaban de prepararle a Marie Antoinette comidas sencillas, pero lo más sustanciosas posibles. El
bouillon que le servían estaba elaborado con sincero esmero.
En realidad, los Richard tuvieron muchas delicadezas con Marie Antoinette, facilitando incluso visitas de François Huë, que pudo transmitir a la reina noticias de sus hijos Marie Therese y Louis-Charles. Marie Antoinette les añoraba a ambos, pero pensaba que Marie Therese estaba en las buenas manos de Elisabeth, en tanto que el pequeño Louis-Charles vivía a merced de los Simon. Lógicamente, la aprensión de Marie Antoinette era más intensa por lo que concernía al chico. Cuando conoció al niño de los Richard, un encantador chiquillo rubio llamado Fanfan, le abrazó emocionada y le cubrió de besos. Los Richard comprendieron que su Fanfan hacía que Marie Antoinette sintiese más la falta de Louis-Charles. Pero el caso es que, con tanta bondad, los Richard se buscaron problemas: fueron relevados de su puesto, sustituyéndolos los Bault, que entraron en escena decididos a mantener las distancias para que nadie pudiese acusarles de ponerse blandos con la prisionera 280. Sólo Rosalie Lamorlière permaneció allí, en la Concièrgerie, aligerando con su actitud respetuosa pero impregnada de cariño la pesadumbre de Marie Antoinette.
Para Elisabeth y Marie Therese, que permanecían juntas en el Temple, hubiera representado una fuente de consuelo saber el papel que representaba Rosalie Lamorlière. Elisabeth y Marie Therese vivían en una constante zozobra, pues no estaban al tanto de cómo se encontraba Louis-Charles, menos aún Marie Antoinette. La tía Elisabeth procuraba insuflar esperanza en su sobrina Marie Therese, pero la veta sombría en el carácter de la chiquilla se acentuaba día a día. ¿Y quien podría, en realidad, reprochárselo? Había nacido con una naturaleza seria y un tanto solemne; en las mejores circunstancias, quizá habría podido desarrollarse conciliando esos rasgos con una cierta afabilidad; pero las circunstancias no habían sido las mejores, sino las peores, de
modo que el resquemor se mezclaba con la amargura.
Una cosa estaba clara de antemano: el proceso contra Marie Antoinette íba a ser sensacional de principio a fín. Cuando la Convención Nacional había decidido procesar a Louis XVI, a quien prefería denominar Louis Capet, había realizado un esfuerzo deliberado para aparentar, o tratar de aparentar, que el resultado no estaba decidido desde el inicio. Por ejemplo: se había permitido a Louis tener varios abogados defensores con los que pudo reunirse sin cortapisas de manera que se preparasen sus respuestas ante el tribunal. Todo el debate se ciñó a asuntos políticos, a las responsabilidades que se achacaban al rey en una serie de puntos que sus acusadores interpretaban como una muestra de duplicidad y traición por parte del monarca. No hubo ningún miramiento, pero tampoco un claro ensañamiento. Incluso la votación acerca de la sentencia había sido prolongada, con un amplio porcentaje de partidarios de confinarle de por vida en una fortaleza o mandarle al destierro.
Con Marie Antoinette estaban dispuestos a jugar muy sucio. No en vano, ella había sido la protagonista, durante décadas, de un caudaloso río de panfletos que podrían calificarse de pornográficos. No sólo se la había puesto a caer de un burro por ser una reina del rococó, atolondrada y frívola, capaz de arruinar al país para vivir en una extremada opulencia, exhibiendo completa insensibilidad hacia las condiciones miserables en las que permanecían la mayoría de sus súbditos. Aparte, estaba el hecho de que se la había denigrado a conciencia. Los libelos la habían presentado como una especie de loba insaciable, una ninfómana que daba rienda suelta a su ninfomanía, sin tener en cuenta ninguna pauta moral en su perpetua dedicación a la tarea de lograr que
mignons y
mignonnes apagasen sus furores uterinos. Los adversarios estaban dispuestos a seguir esa tónica en el proceso. No se buscaba sólo condenarla por traición, sino que, de rebote, se pretendía justificar el odio feroz hacia la mujer achacándole incluso las peores perversiones.