La concentración de tropas afectas a la Revolución en París tenía dos razones elementales. En primer lugar, había que evitar que los contrarevolucionarios, galvanizados por aquel Manifiesto de Brunswick, lanzasen una fulminante ofensiva para sacar a la familia real de las Tuilleries y de París. En segundo lugar, había que crear la sensación de que la capital estaba suficientemente guarnecida incluso para el caso de que ejércitos extranjeros lograsen acercarse a su perímetro amurallado.
El 9 de agosto, día de extremo calor, la ciudad era un hervidero de rumores. La suspicacia, las sospechas, se habían condensado en la atmósfera. Se decía aquí y allí que, al caer la noche, los ultramonárquicos actuarían a través de la vistosa Guardia Suiza, formalmente los Cent-Suisses du Roi, cuyo coronel jefe, a la sazón, era el duque de Brissac. Habían estado en el punto de mira desde principios de mes, razón por la cual aquellos batallones llegados de Marseille con su
"Marselleise" en los labios solían ufanarse de que tendrían que reducir a fosfatina a la Guardia Suiza, en tanto que los miembros de la Guardia Suiza, conscientes de esas amenazas, respondían que venderían caras sus vidas. Por resumir: se barruntaba una auténtica tempestad, pero si llegaba a estallar, no se vertería agua desde el cielo, sino ríos de sangre en la tierra.
En las Tuilleries, todos permanecían sobrecogidos y temerosos. Ese día, temprano, el rey había acudido a la misa en la capilla, flanqueado por la reina y por su hermana menor. A nadie le había pasado desapercibida la tensión que emanaba de la reina y de la princesa. Ambas ejercieron, no obstante, un completo ejercicio de autodominio. Pero al llegar la noche, los adultos no se acostaron; sólo los dos niños, Madame Royale y el Dauphin, fueron conducidos a sus lechos. Por tanto, estaban despiertos cuando empezaron a tañer en París las campanas, señal para que se congregasen los revolucionarios a fín de evitar ese presunto ataque inminente de los ultramonárquicos.
Hacia las cinco de la madrugada, se sabía que unos diez mil hombres avanzaban sobre las Tuilleries. Esa vez, las Tuilleries no estaba sólo resguardada por soldados de la Garde Nationale que pudiesen echarse a un lado ante la muchedumbre, en una repetición de lo acontecido menos de dos meses atrás, el 20 de junio. Había alrededor de mil Guardias Suizos, muchos de ellos desplegados en perfecta formación en las escaleras de entrada. Para reforzarles, se habían presentado alrededor de trescientos aristócratas dispuestos a morir por su rey y por su delfín. Las Tuilleries hubieran podido ofrecer una cierta resistencia, incluso una resistencia bastante enconada. En cualquier caso, antes de que llegasen los revolucionarios en oleada, se dispuso que el rey saliese al exterior para elevar la moral de la Garde Nationale (sus suizos y sus aristócratas no necesitaban ese refuerzo emocional, porque eran fieles hasta los tuétanos). Fue un episodio horrible para Louis, porque se encontró con que...¡le abucheaban!.
Hacia las ocho, el tumulto externo era considerable. Dentro de palacio, Roederer insistía en que los reyes y los príncipes debían largarse para solicitar refugio en el único lugar que tendría que ofrecerle seguridad absoluta: la Asamblea Legislativa. Marie Antoinette se resistió bravamente a dar ese paso. Pero Roederer le tocó la fibra sensila al preguntarle si de verdad quería ser la responsable de que los exaltados que estaban a las puertas y decididos a entrar costase lo que costase la despedazasen para matar luego, en un paroxismo sangriento, al rey, a los príncipes y a sus leales servidores. Marie Antoinette se conmovió profundamente; con voz dolorida, replicó:
-Al contrario...¡Qué no haría por ser la única víctima!.Llegado ese punto, Marie Antoinette aceptó marcharse con Roederer a solicitar asilo protector en la Asamblea junto a su marido, sus hijos y su devota cuñada. La princesa de Lamballe y Madame de Tourzel consiguieron salirse con la suya: acompañarían a la reina, no la dejarían sola en aquel trance. Otra de las damas, Louise Emmanuelle de la Tremoille, princesa de Tarento, se quedaba en palacio, igual que la baronesa de Mackau, por ejemplo. La princesa de Tarento percibió la angustia desoladora de Madame de Tourzel porque su infinito sentimiento de lealtad para con los niños de Francia la obligaba a separarse de su hija Pauline. En tono afectuoso, la princesa de Tarento aseguró a Madame de Tourzel que ella cuidaría a Pauline como si fuese carne de su carne y sangre de su sangre.
"He venido aquí para evitar un grave crimen...". Las palabras de Louis fueron escuchadas en silencio por los diputados que habían salido del edificio de la Asamblea a recibir a la familia real. Se les acogió con una nota de deferencia, pero era una deferencia más falsa que las monedas de chocolate: de inmediato fueron conducidos todos a una especie de cubículo situado detrás del estrado en el que se hallaba la silla del presidente de la cámara. Era un cubículo que no medía más de tres metros cuadrados, sin ventana, pero con una rejilla que permitía entrar el sol a raudales. Allí tenían que permanecer, mientras en las Tuilleries que acababan de abandonar la Guardia Suiza había intentado frenar a los asaltantes, instante en el cual estos asaltantes decidieron que no se irían de allí sin haber pasado por las armas a todos aquellos monárquicos contrarevolucionarios. Se produjo una carnicería en las Tuilleries, una tremenda matanza; hasta en el altar de la capilla palatina, tradicionalmente lugar seguro de refugio, se asesinó esa mañana de agosto. Sólo las damas de honor que se habían quedado, con las cuales se encontraba la joven Pauline de Tourzel, lograron salvarse; se habían arrejuntado, pálidas, descompuestas, tratando de prepararse mentalmente para asumir el martirio, en la habitación del delfín, iluminada con velas. Cuando los
sans-culottes las encontraron, quizá estuviesen ya cansados de mutilar y matar seres humanos, a la vez que devastaban las pertenencias de la familia real; prefirieron ser magnánimos y perdonar a esas "coquines" (marranas).
Cuando llegó la noche del 10 de agosto, se planteó el dilema de qué hacer con la real familia. Devolverles a las Tuilleries era imposible; no se podía garantizar su seguridad allí, aparte de que el palacio había quedado arrasado por la turbamulta y todavía no se había secado la sangre en los suelos ni en las paredes. El pueblo parisino hacía cola para poder entrar a ver ese estropicio; les gustaba especialmente regalarse los ojos con el guardarropa de la reina, que había quedado hecho un cisco. Lógicamente, a las Tuilleries no podían retornar. La Asamblea decidió mandarles al convento de los feuillants, situado en la rue Saint-Honoré, a tiro de piedra de las Tuilleries. El convento podía proveer un alojamiento bastante
modesto, pero decoroso, en sus celdas.
El rey se lo tomaba con su habitual impasibilidad. Al llegar al convento, no le impresionó tener que quedarse alojado en una celda francamente espartana y enseguida pidió comida. Era comprensible que tuviese hambre, puesto que, en ese día traumático, sólo habían podido tragar algunos bocados a las dos del mediodía y hacía tiempo que había oscurecido. Para Marie Antoinette, Madame Elisabeth, la princesa de Lamballe y Madame de Tourzel, el problema más acuciante era conseguir ropa de recambio, porque todos ellos habían salido de las Tuilleries "con lo puesto". Los niños ofrecían un aspecto tristísimo. Marie Therese, Madame Royale, llevaba el espanto y la desolación en su mirada, en tanto que Louis-Charles, el delfín, no podía contener el llanto. Marie Antoinette explicaría que ambos estaban sinceramente angustiados porque a esas alturas no sabían que le había ocurrido a su amiga Pauline de Tourzel. Más tarde, algunos de los que se habían salvado de la matanza en las Tuilleries, incluyendo la princesa de Tarento y Pauline de Tourzel además de Madame Campan, lograron entrar en el convento -también con lo puesto, por cierto-. Marie Therese tuvo un estallido puramente emocional al ver a Pauline de Tourzel: se lanzó a sus brazos mientras exclamaba...
-¡Querida Pauline! Ahora no volveremos a separarnos jamás.A ninguno de los presentes se les escapaba que Madame Royale estaba aún en shock. Mucho después, en una etapa posterior de su vida, Marie Therese haría brotar de su pluma relatos profusos acerca de varios episodios desoladores de su existencia, pero, en cambio, no escribiría ni media palabra sobre los sucesos del 9 y 10 de agosto de 1792. Lo que pasó ese día la muchacha no fue peor que otros episodios posteriores, pero es probable que evocar el 9 y 10 de agosto le provocase un dolor insoportable porque ahí se inició su viacrucis propiamente dicho.
Estaba claro que el convento de los feuillants era un alojamiento muy provisional, en tanto la Asamblea se tomaba tiempo para escoger una nueva residencia. No era tarea fácil, porque había que contar también, a la hora de tomar la decisión, con la Comuna de París, que consideraba función propia la custodia efectiva de los miembros de la realeza que estaban albergados en el convento de los feuillants. Se barajó la opción de recurrir al Palais du Luxembourg, que antaño había sido el hogar parisino de los condes de Provenza. Hubo otras posibilidades, hôteles de la nobleza que se ofrecieron por si agradaban más que el Luxembourg a la Comuna. Pero, a la postre, se determinó que los reyes con sus hijos debían ser instalados en el Temple. Llegarían allí a las ocho de la tarde del 13 de agosto, un lunes, por más señas. Y lo harían con un séquito muy reducido que habían tenido que negociar bravamente. Con ellos, estarían dos ayudas de cámara de lealtad probada, Chamilly y François Huë, así como la princesa de Lamballe, Madame Tourzel, Pauline Tourzel, Madame Thibault, Madame Saint-Brice y Madame Navarre. Podríamos decir que esos dos hombres y seis mujeres eran los últimos de Filipinas...