Ejem ejem...
...no es de mi gusto "quejarme", jajajaja, pero no me importaría que de vez en cuando alguien dijese por lo menos "pamplona", para no sentir que estoy largando el mamotreto del siglo

Volviendo por mis fueros...quería aprovechar para introducir dos imágenes de Marie Antoinette que me encantan. La una es un retrato que la muestra en el apogeo de su juventud, hermosa y resplandeciente. La otra la refleja algo más madura, aunque todavía una mujer de presencia imponente, muy elegante. En la segunda aparece sosteniendo un libro...algo que a mí me hace gracia, porque es un intento deliberado de romper de alguna manera la imagen absolutamente frívola de la soberana.


El fracaso de la proyectada huída a Montmédy de los reyes impresiona de forma más dolorosa si se tiene en cuenta que, simultáneamente, los Provenza habían triunfado en su intento de abandonar Francia. Louis-Stanislas había dirigido sus pasos a Bruselas, a dónde él, con su gentilhombre, llegó antes de que lo hiciesen Marie Josephe y su dama de honor. La alegría de Louis-Stanislas por verse libre no menguó ni un ápice al recibirse noticias del episodio de Varennes y de la humillante manera en que los soberanos habían tenido que regresar a París. Al contrario: Louis-Stanislas estaba que batía palmas con las orejas. Y su hermano menor, Charles-Philippe, conde de Artois, que se había dirigido rápidamente a su encuentro en esa ciudad que hoy en día es la capital belga, no estaba menos satisfecho con el curso de los acontecimientos.
Hilando con esto...Marie Antoinette había estado muy preocupada, en una permanente desazón que además debía ocultar, por el conde Fersen. El fracaso de la fuga a Montmédy obligaba a Fersen a "salir por piernas" lo antes posible. Marie Antoinette, devuelta a las Tuilleries, suponía que él estaría poniéndose a resguardo, pero no las tenía todas consigo; le preocupaba que él siguiese exponiéndose más de la cuenta. La primera nota que garabateó confiando en que un fiel la haría llegar a Fersen trataba de sosegar a Fersen respecto a la suerte que había corrido ella misma:
"Esté usted tranquilo en cuanto a nosotros...Vivimos". Al cabo de unas horas, el día siguiente, Marie Antoinette había tratado de ser menos escueta:
"Existo..., pero he estado muy inquieta por usted y le compadezco por todo lo que sufre al no tener noticias nuestras. ¿Permitirá el cielo que lleguen a sus manos estas líneas? No me escriba, porque sería exponernos a un peligro, y sobre todo no vuelva por aquí bajo ningún pretexto. Se sabe que ha sido usted quien nos sacó de aquí y todo estaría perdido si usted apareciera. Estamos con guardias a la vista noche y día, pero me es igual. Esté usted tranquilo, no sucederá nada. La Asamblea quiere tratarnos con dulzura. Adieu".
Fersen, a esas alturas, se las arregló para cruzar también la frontera de los Países Bajos, con la intención de seguir operando desde Bruselas. Habiendo fallado de
modo estrepitoso la huída a Montmédy, sólo quedaba, pensaba él, mover los hilos en el exterior de
modo que los soberanos europeos comprendiesen que debían lanzar una acción conjunta para tratar de salvar la monarquía en Francia.
La lealtad absoluta de Fersen contrasta intensamente con la actitud cachazuda y pragmática que íban a manifestar los soberanos europeos, emperadores, reyes o príncipes. En eso, Louis-Stanislas conde de Provenza y Charles-Philippe conde de Artois tuvieron una importante cuota de responsabilidad. Louis-Stanislas, con la euforia de su recien ganada libertad, se sacudió de encima a la vez el polvo del camino y el sentimiento de reverencia que hubiese debido albergar hacia su hermano mayor, el rey Louis XVI. Le convenía que Louis XVI, en las Tuilleries otra vez, fuese un rehen de la Asamblea Nacional. Eso le permitió proclamarse a sí mismo regente de Francia, dado que el monarca y el delfín estaban en una situación de incapacidad para ejercer sus roles históricos. El mensaje era claro. Si fallase Louis XVI y se malograse el niño destinado a convertirse en Louis XVII, no pasaba nada porque habría un Louis XVIII. Artois, por su parte, estaba encantado con el
modo en que se conducía ese eventual Louis XVIII, es decir, el conde de Provenza. No en vano, Provenza carecía de hijos. En el caso de que llegase a ser monarca, su corona acabaría recayendo en el hermano menor y, posteriormente, en el hijo primogénito del hermano menor.
¿Cómo no se le íban a revolver las tripas a Fersen cuando asistía, en Bruselas, al espectáculo de un conde de Provenza y de un conde de Artois que jugaban una partida por el trono indiferentes por entero a la suerte de los prisioneros de las Tuilleries? En particular, porque eso empezaba a hacer mella en el ánimo de los soberanos europeos, emperadores, reyes o príncipes. El propio señor de Fersen, Gustav III de Suecia, escribió por entonces:
"Todo depende de que pueda restablecerse la monarquía en Francia y debe sernos indiferente el que sea Louis XVI, Louis XVIII o Carlos X el que ocupe el trono, con tal de que el trono mismo sea restaurado y destrozado el monstruo del Manège (la Asamblea Nacional)". Otras testas coronadas quizá eludieron expresarse con la claridad con la que lo hacía Gustav III de Suecia, pero compartían ese planteamiento. Lo importante era evitar que esa Revolución francesa se convirtiese en un
modelo exportable al resto de naciones europeas, porque eso les pondría a ellos en peligro; luego, había que buscar la ocasión y los medios para devolver a los franceses a la senda de la monarquía; pero no se trataba de apostar las monedas por Louis y Marie Antoinette, a los que, en el fondo, juzgaban merecedores de lo que les estaba pasando porque no habían sabido consolidarse en el poder y retenerlo; cualquier eventual heredero de la dinastía, fuese un Louis XVIII o un Charles X, valdría para restaurar las cosas.
Es dramático que en el extranjero empezase a asentarse esta pauta mientras que, en el interior, Marie Antoinette, sabedora de que la mayoría de la Asamblea aún quería "tratarles con dulzura" porque los elementos
moderados temían demasiado verse desplazados por los elementos jacobinos, se esforzase por usar ese conocimiento para su ventaja. Marie Antoinette era una mujer cansada y herida; probablemente, no le importaba en exceso volver a reinar plenamente junto a Louis XVI, pero se trataba de abrirle el camino a su hijo, que debía ser Louis XVII. Lógicamente, en su mente no había ni un leve resquicio para que se colase la imagen de su cuñado Provenza haciendo de Louis XVIII ni de su cuñado Artois en el papel de Charles X.
Lo sustancial es que -de momento- Marie Antoinette pareció ganar un poco de oxígeno a medida que avanzaban las semanas. Cierto que ellos -los reyes- negociaban desde una posición muy precaria, pero en frente tenían a otros -los elementos
moderados de la Asamblea- que necesitaban sacar adelante una constitución en la que se incluyese aún a la monarquía para frenar el avance de los jacobinos. La Asamblea Nacional se transformó en Asamblea Constituyente, para sacar adelante la Constitución que Louis XVI hubo de aceptar públicamente el 14 de septiembre de 1791. Pasaba a ser, de un plumazo, un soberano constitucional, que podía elegir ministros e incluso vetar las decisiones de la Asamblea Legislativa, pero era evidente que, en la teoría, estaría sometido a lo que pudiese determinar esa cámara porque...¿cómo vetar algo que hubiesen aprobado por amplia mayoría los representantes del pueblo? No era viable ejercer el derecho a veto. Aunque Louis sentía en el alma la humillación de tener que encajar esa Constitución, hizo el paripé que se le requería que hiciese: se presentó ante la Asamblea para sentarse no en un trono, sino en una silla bastante sencilla en cuyo respaldo se había pintado una flor de lis, para pronunciar un discurso monocorde. Marie Antoinette, con Madame Campan, asistió a la desoladora escena en un palco. Más tarde, concluída la "ceremonia", Louis, ya a solas con su esposa Marie Antoinette y con Madame Campan, se derrumbaría en una butaca. Los sollozos sacudieron su voluminoso cuerpo, mientras se lamentaba, sinceramente avergonzado y dolido, de que su esposa hubiese ído a Francia para acabar pasando por un trance semejante al cabo de años. Marie Antoinette, ahí, se mostró muy delicada en sus sentimientos hacia Louis, abrazándole para reconfortarle.
Todavía les quedaba un último sacrificio: acudir a una sesión de ballet para conmemorar la fecha y, después, presenciar desde un balcón del Ayuntamiento de París la espectacular sesión de fuegos artificiales.