1790 no va a ser en absoluto un año fácil.
Se inicia con los peores augurios, pues en el mes de febrero, concretamente el día 20, fallece, en Viena, el emperador Joseph II, hermano mayor de Marie Antoinette. Es el mismo Joseph que se había lamentado amargamente de los reales cuñados que le había deparado la suerte, mientras dirigía severas recriminaciones a Marie Antoinette. Desde finales de 1788, había estado gravemente enfermo, prácticamente confinado en sus habitaciones, en una dolorosísima soledad. Seriamente afectado en su ánimo por esa situación, llegó a sugerir que, cuando falleciese, le enterrasen poniendo en la tumba un epitafio que dijese:
"Aquí yace Joseph II, quien fracasó en todo lo que emprendió". Pero la noticia de su fallecimiento ejerce un penoso impacto en Marie Antoinette, la reina de Francia que ya sólo lo es de nombre. Marie Antoinette recuerda, afligida, cuán inocente y cándida había sido ella misma cuando, disfrazada de pastorcita pero con un traje en versión de luxe, había participado en un intrincado ballet con el resto de sus hermanos para celebrar la primera boda de Joseph, con la nunca olvidada Isabella de Parma.
Dado que Joseph carece de hijos que le sucedan, pues ni su primera esposa -tan amada- ni su segunda mujer -tan ignorada- le han proporcionado ningún heredero, le sucede en el trono el hermano varón que le sigue en edad, Leopold, hasta ese momento gran duque de Toscana. Leopold llega en el mes de marzo a Viena para ocuparse de su Imperio con su esposa María Ludovica, nacida infanta de España, una mujer de gran lucidez y con un sorprendente sentido del humor que le ha permitido bromear incluso acerca del gran número de bastardos concebidos por su marido. ¿Puede confiar Marie Antoinette en el apoyo de su hermano Leopold, el flamante emperador Leopold II? Ella espera que sí: de hecho no tarda en enviarle cartas en las que, en términos apasionados, solicita su ayuda.
No es fácil valorar la actitud de Leopold II hacia su hermana Marie Antoinette. En realidad, el Leopold II que asumía el trono imperial tenía que echarse encima de los hombros bastantes problemas relativos a sus propios extensos dominios. Debía aplacar a los húngaros definitivamente, pues llevaban años en abierto conflicto con la monarquía. Debía asegurarse de obtener una tregua ventajosa con los otomanos, situados en sus fronteras orientales. Debía ordenar sus relaciones con Prusia y con Inglaterra, a la vez que clarificar su posición respecto a los Países Bajos. Tenía muchos frentes abiertos, por lo tanto. Se trataba de un hombre con un notable instinto político. Era demasiado buen político como para no agradecer, en el fondo, que en Francia una revolución imprevista hubiese aplastado a la monarquía de Versailles. Mirándolo fríamente, le convenía una Francia agitada, convulsa, tan inmersa en resolver sus propias tensiones socio-políticas que, de repente, perdía posiciones en el tablero de juego de las potencias de Europa. Cierto que eso no podía expresarlo. A fín de cuentas, Louis XVI era su cuñado y Marie Antoinette era su hermana, una Habsburgo-Lorena de la cabeza a los pies. Por otra parte, el Imperio había acogido en Graz, en calidad de huéspedes de honor, al conde de Artois y a su mujer Marie Josephe. Así que Leopold debía guardar las apariencias. Optó por una especie de compromiso a medias: aseguró a Marie Antoinette que Louis XVI y ella contarían su apoyo una vez que hubieran conseguido salir de las Tuilleries, abandonar París y establecerse firmemente en alguna plaza fuerte desde la que iniciar la tarea de restaurar la autoridad real que se había visto drásticamente recortada por los acontecimientos.
En esa tesitura, resultaba que había un hombre a quien Louis XVI y Marie Antoinette debían intentar ganarse: Honoré Gabriel Riquetti, marqués de Mirabeau.

Mirabeau es uno de esos personajes de trayectoria curiosa que adquieren una dimensión histórica siempre y cuando confluya en su momento una serie de factores absolutamente únicos, lo bastante para generar una situación de ruptura de las que sacuden por entero un país. Vamos, en dos palabras: una revolución.
Había nacido en Le Bignon-Mirabeau, en 1749, es decir, cinco años antes de que naciese en Versailles el futuro Louis XVI y seis años antes de que naciese en el Hofburg la archiduquesa María Antonia, futura reina Marie Antoinette. Honoré Gabriel Riquetti no tenía la panoplia de regios ancestros de los dos mencionados, pero sí un aristocrático pedigree. Su padre era Victor Riquetti, marqués de Mirabeau, conde Beaumont, vizconde de Saint-Mathieu y barón de Pierre-Buffière; pertenecía a un linaje de orígen italiano firmemente asentado en la Provenza. Su madre era Marie Geneviève de Vassan, hija del marqués de Vassan y viuda del marqués de Sauveboeuf antes de su boda con el marqués de Mirabeau; según sus coetáneos, compensaba una patente falta de atractivo físico con una colosal fortuna, por lo que Victor Riquetti había estado encantado de casarse con ella sin renunciar por ello a sus numerosas amantes. El matrimonio resultó prolífico, pues tuvieron juntos diez hijos de los cuales Honoré Gabriel fue el segundogénito, aunque la temprana muerte del primogénito le convirtió en el heredero de los Mirabeau.
Si es la infancia "la que nos hace" como personas, hay que reconocer que la de Honoré Gabriel justificaría bastantes rasgos del carácter que mostraría en su edad adulta. Su padre, Victor, nunca le quiso ni siquiera una pizca. Quizá había amado al primogénito que se le malogró, pero a ese segundogénito beneficiado por la muerte del hermano que le había precedido no le quería en absoluto. No era un niño agraciado: había nacido con la cabeza demasiado grande, absolutamente desproporcionada respecto al cuerpo, lo que hacía presumir que padecía hidrocefalia; además, tenía un pie torcido y cuando empezó a hablar, se advirtió que el frenillo le trababa la lengua. Para empeorar las cosas, una viruela se cebó con él a la edad de tres años, dejándole la cara repleta de pústulas. El padre le escribió a uno de sus hermanos una frase absolutamente despiadada:
"Ton neveu est laid comme celui de Satan". Uno puede ser realista al evaluar el aspecto físico de los hijos, pero no es nada común que un padre asegure a un tío que su sobrino es tan feo como si lo hubiese engendrado el mismísimo demonio. Para rematar las cosas, Victor de Mirabeau, un auténtico hijo del siglo de la razón, ilustrado, con un sorprendente talento para las ciencias económicas, sometió a Honoré Gabriel a una muy estricta disciplina que incluía castigos frecuentes de orden físico. En cuanto fue posible, ese progenitor hiperexigente e hipercrítico envió al muchacho a sumarse a un regimiento. La cosa salió peor que mal: el chico, que hasta entonces había vivido sometido a una fortísima represión, se desmandó enseguida; empezó a participar en francachelas y juergas con sus camaradas de armas, aficionándose de tal manera a invitar a los demás y a participar en partidas de cartas que acumuló unas deudas astronómicas, lo que sacaría de sus casillas al marqués de Mirabeau. Honoré Gabriel, a pesar de su fealdad, se las apañó entonces para enredarse en una aventura con la mujer que era la amante oficiosa del coronel de su regimiento. Cuando la relación alcanzó un punto peligroso, se fugó a París. Allí fue detenido y encarcelado. No se le liberó excepto para enviarle a participar en una campaña bélica en Córcega.
Si el marqués de Mirabeau había albergado la esperanza de que ese hijo al que empezaba a despreciar tanto como odiaba volvería reformado de tierras corsas, se comió esa esperanza sin patatas. A la vuelta, el chaval hizo algo apropiado: Emilie de Marignane, hija de un marqués y supuesta heredera de una gran fortuna. El matrimonio concibió un niño, por cierto, muerto prematuramente. Por lo demás, fue un fiasco desde el principio, pues lo único que le interesaba al marido de su mujer era la fortuna que un día recibiría. Eso, a decir verdad, no era algo que pudiese reprocharle a Honoré Gabriel su padre Victor, pues éste había hecho exactamente lo mismo en lo que concernía a Marie Geneviève de Vassan: se había casado con ella por motivos meramente pecuniarios, la había engañado a conciencia con otras mujeres y habían acabado en una escandalosa separación. Pero Honoré Gabriel se pasó de la raya al solicitar una serie de empréstimos ofreciendo a
modo de garantía la fortuna que se presumía que heredaría su mujer; estaba dilapidando por adelantado un dinero que no sabía si llegaría a tener algún día y sumando unos intereses astronómicos. Su padre Victor, enfurecido de nuevo, presentó una demanda en los tribunales. El hijo Honoré Gabriel pisó por segunda vez una cárcel. Eso sí: le liberaron pronto, pero en una especie de libertad condicional que le impedía moverse de su residencia. Que le restringiesen de tal manera los movimientos no cuadraba con su naturaleza: se fugó para presentarse en los dominos de una de sus hermanas, Marie Louise, casada a la sazón con el influyente marqués de Cabris. Enseguida se metió en nuevos líos, que incluyeron un duelo y un enamoramiento absolutamente inconveniente de Marie Therese de Monnier, a la que llamaban Sophie, esposa del marqués de Monnier, en esa época poderoso presidente de la Cámara de Cuentas de la región de Dole.
Honoré Gabriel puso entonces tierra de por medio: se fugó a Suiza, dónde se le reuniría su Sophie, yéndose los dos juntos a los Países Bajos, a la zona denominada Provincias Unidas que gobernaban los Orange. Por esa época, Honoré Gabriel multiplicó su celebridad al publicar un opúsculo titulado
Essai sur le despotisme, Ensayo sobre el Despotismo, en el que hacía una crítica acerba al poder absoluto de los monarcas. En rigor, el opúsculo se publicó de manera anónima, pero en un breve lapso de tiempo el nombre del autor -Honoré Gabriel de Mirabeau- no era un secreto para nadie. El panfleto circulaba alegremente, conteniendo frases tan exaltadas como las que siguen:
"El despotismo es una manera de ser, horrenda y convulsiva. El deber, el interés y el honor ordenan resistir a las órdenes arbitrarias del monarca, y de arrancarle el poder con cuyo abuso puede destruir la libertad, si no existen recursos para salvarla (...). El rey es un asalariado, y el que paga tiene el derecho de despedir al que es pagado".Estaba claro que Honoré Gabriel se había metido en un auténtico berenjenal, pues semejante actividad literaria le ganaría la enemistad perpetua de la corona. En los años siguientes, sus problemas arreciaron; se le persiguió por el "rapto" de Sophie de Monnier a la vez que por su famoso opúsculo. El asunto de Sophie de Monnier tuvo un final desolador: incluso aunque el "corruptor" y "secuestrador" Honoré Gabriel de Mirabeau hubiese abonado una indemnización elevadísima al esposo de ésta, ella, a quien se otorgó una separación inmediata, fue condenada a ser internada de por vida en una especie de correccional para mujeres. En cuanto a Mirabeau, si caro le había salido el amor por Sophie, más caro le salió haber denunciado a la monarquía absolutista, pues se le había condenado a la muerte por decapitación, sentencia que se le conmutaría por varios años en prisión. Salió libre por designio del rey a cambio de quedar sujeto a la tutela de su padre. A esas alturas, encima, no se le ocurrió otra cosa que tratar de obtener la separación de su esposa, con la que aún estaba legalmente vinculado, acusándola de abandono. El proceso fue sensacional. Le sirvió para hacerse celebérrimo gracias a la oratoria y elocuencia que desplegó en las sesiones ante el tribunal.
Menuda trayectoria...¿verdad? En los años anteriores a la Revolución, Mirabeau siguió su camino, con publicaciones arriesgadas y una tendencia a pronunciar discursos inflamados que le hicieron extremedamente popular. La gente le llamaba
la Torche de Provence, la Antorcha de Provenza. Es evidente que Mirabeau debía gozar de un extraordinario carisma cuando se dirigía a los demás mediante la palabra, porque era un hombre de aspecto horrible y sin embargo lograba crear una atmósfera incandescente con sus alocuciones. Cuando se produjo la convocatoria de los Estados Generales, había esperado asistir en su condición de miembro del Primer Estado, considerando su árbol genealógico. Como eso no le fue otorgado, se las apañó para ganarse los votos que le hicieron representante del Tercer Estado. Ahí empezó a llamársele también
l´Orateur du Peuple, el Orador del Pueblo.
En 1790, Mirabeau no sólo formaba parte de la Asamblea Nacional. Era, por definición, la voz de la Asamblea Nacional, ya que cada una de sus intervenciones en ese foro alcanzaba una extraordinaria difusión en el exterior de la cámara parlamentaria. Por decirlo llanamente, no había en Francia nadie que pudiese crear un estado de opinión, dirigiendo a las masas en la dirección que él quisiese señalar con su formidable retórica. Se hallaba en una posición única.
Sí, ya sé, ya sé: este es el tema de Marie Therese. Pero había que detenerse en Mirabeau, porque en un hombre se ve encarnado el espíritu de esa revolución en su primera fase. Mirabeau no contaba con las simpatías de Louis XVI, por razones bien obvias. Por descontado, Marie Antoinette le consideraba
"le monstre", un monstruo. Si Marie Antoinette hubiese retenido la potestad a vida o muerte de los anteriores monarcas de Francia, sin duda se hubiera dado el gustazo, a esas alturas, de emitir una
lettre de cachet que enviase a Mirabeau a la peor de las mazmorras de la Bastilla a perpetuidad. Pero Marie Antoinette carecía de esa potestad, las
lettres de cachet eran algo del pasado igual que la Bastilla.
Los que rodeaban a Louis y Marie Antoinette insistían en que debía intentarse una aproximación a Mirabeau. A fín de cuentas, era un partidario de la monarquía constitucional, en la que el parlamento jugaría un papel destacado pero que, no obstante, reservaría al rey la posibilidad de ejercer el veto sobre sus decisiones. Además, Mirabeau seguía viviendo, para no variar, en un despilfarro constante; gastaba a manos llenas, lo que tenía y lo que no tenía, lo que le había hecho acumular, de nuevo, deudas colosales. Un hombre sin recursos y con numerosos acreedores es un hombre susceptible a escuchar los cantos de sirenas que le prometan dinero, dinero en abundancia. Es un hombre que se puede comprar.
La primera vez que el conde de La Marck, después de haber conferenciado en secreto con el embajador austríaco Mercy-Argenteau, esgrimió esas argumentaciones ante Marie Antoinette, la reina se había indignado. En voz trémula por la vergüenza y la rabia, había declarado:
-Espero...espero que jamás llegaremos a ser tan desgraciados para vernos reducidos a la última penosa extremidad de recurrir al auxilio de Mirabeau.Pero a medida que avanzaba 1790, en un plazo de cinco meses, Marie Antoinette hubo de volverse menos íntegra y más pragmática. Marie Antoinette comunica su nueva posición en ese enojoso punto a Mercy-Argenteau, quien, a su vez, lo traslada al conde de La Marck. Lo que La Marck plantea a ese Mirabeau ídolo del pueblo pero acosado por alguaciles y curiales que le exigen que solvente sus deudas es ni más ni menos que un contrato. Louis XVI, le explica, ha rubricado con su firma cuatro pagarés, cada uno de ellos con un valor de doscientas cincuenta mil libras; sólo hay que sumar: se trata de un millón de libras, una inmensa cantidad de dinero que el monarca -tan ahorrativo el pobre...- se compromete a entregar a Mirabeau cuando finalice esa legislatura de la Asamblea Nacional siempre que durante ese tiempo Honoré Gabriel "me haya prestado buenos servicios". A Mirabeau le entusiasma la propuesta de La Marck. En realidad, exhibe más que entusiasmo: pura euforia. De repente, en un santiamén, se vuelve "monárquico hasta el tuétano". Está dispuesto a componer la trama más fina que se haya urdido jamás, para salvar al rey, a la Asamblea y al país, todo sea por un millón de libras.
A partir de ahí, Mirabeau el revolucionario es un hombre comprado por el rey. Claro que Mirabeau no es tonto en absoluto: sabe que quien lleva la batuta en las Tuilleries no es Louis, sino Marie Antoinette, a la que pretende halagar mencionándola siempre como la hija de la inmortal María Theresa. Por razones obvias, Mirabeau no puede ir a bailar el agua a las Tuilleries. Pero empieza a remitir cartas, una copiosa correspondencia secreta en la que detalla sus planes para favorecer al rey, que, en realidad, aunque dirigidas al rey, están escritas para que las lea la reina. Más aún: Mirabeau desea ardientemente sellar la alianza a través de un encuentro, por supuesto cuidadosamente orquestado y que no debe trascender al público. Se entrevista con La Marck, quien en principio lo vé absolutamente inviable debido a "las circunstancias" que mantienen confinada a la familia real en las Tuilleries. Pero Mirabeau no ceja en su empeño: si de eso se trata, se puede apañar algo en verano. Por ejemplo, una pequeña excursión de los reyes con sus príncipes a Saint Cloud.
Saint Cloud era una piedra de toque sentimental para Marie Antoinette. El palacio, muy hermoso y rodeado de extensos parques, había pertenido a la casa de Orléans. Louis XVI se lo había comprado a su primo Louis-Philippe en el año 1785 al precio de seis millones de libras, sólo porque Marie Antoinette se había persuadido de que los aires puros de Saint Cloud le sentarían bien a sus tres hijos empezando por el delicado delfín Louis-Joseph, aún vivo. Por esa razón, Saint Cloud representaba para Marie Antoinette las esperanzas perdidas con la posterior muerte de su querido hijo Louis-Joseph. Sería bastante razonable, adujo Mirabeau, que se concediese a los reyes la posibilidad de hacer una excursión de un día a Saint Cloud con Marie Therese y Louis-Charles. A fín de cuentas, Saint Cloud estaba a tiro de piedra de París, sólo a diez kilómetros en dirección oeste; les escoltaría la Garde Nationale, con lo que ni el más desconfiado podría poner pegas con la eterna cantinela de que quizá los monarcas se las apañasen para darse las de Villadiego con los niños...