Hubiera hecho falta un rey de otra pasta para dominar la secuencia de hechos a esas alturas. Louis XVI nunca había sido una pálida sombra de su bisabuelo Louis XIV, ni siquiera de su abuelo Louis XV: probablemente, en un plano meramente humano, les diese ciento y raya, porque se trataba de un hombre sencillo, cordial, bien intencionado hacia todo el mundo, sin dobleces, incapaz de actos claramente arbitrarios y alardes gratuítos de puro despotismo; pero, si se observa la cuestión desde un punto de vista político, carecía de sagacidad, de astucia, de mañas, de energía, de resolución; en suma, carecía de
fuerza.
Sus consejeros no se ponían de acuerdo. Era el rey quien, de acuerdo a la sacrosanta tradición, convocaba y desconvocaba a los Estados Generales, organizados por estamentos; desde el momento en que el Tercer Estado se había autodenominado "Communers" y habían empezado a marcar la pauta de acontecimientos, se habían posicionado contra las prerrogativas reales. Sí, al reunirse en la
Salle du Jeu de Pame para formular aquel juramento cuyos ecos resonaban en el país, y cuyo contenido (promulgar una Constitución) excedía completamente el motivo por el que incialmente se les había convocado (adoptar medidas para arreglar la crisis económica) los diputados le habían puesto en solfa al monarca. Pero...¿qué hacer, de qué
modo abortar aquel proceso peligrosísimo? Había quienes abogaban por una respuesta contundente: que los soldados del rey expulsasen de Versalles a aquella turbamulta de diputados, mientras otros regimientos se hacían con el control de París. El rey vacilaba, no acababa de decidirse a actuar de semejante manera porque no concordaba con su naturaleza. Lo único que estaba dispuesto a autorizar de momento era que se tomasen medidas para impedir una nueva reunión de la autodenominada Asamblea Del Pueblo en la
Salle du Jeu de Pame. Pero se quedó boquiabierto cuando los diputados, arqueando las cejas en un claro gesto sardónico, fueron a reunirse a la iglesia de Saint Louis.
Louis se armó de valor para dirigirse a esos rebeldes diputados el día 23 de junio. Pese a su evidente voluntad conciliadora, se encontró los miembros de la Asamblea le observaban con manifiesta frialdad en tanto que sus palabras rebotaban en las paredes. Cansado, el rey ordenó que todos se dispersaran: gran parte de los nobles y clérigos así lo hicieron, pero algunos (y entre ellos destacaba el primo Philippe de Orleáns…) se quedaron junto a los "Communers", que no se movían de sus sitios. Mirabeau empezó a bramar que las tropas rodeaban el edificio, pero que eso no significaba nada: aunque los soldados desenfundasen sus bayonetas contra la Nación, que eran ellos, ellos no se separarían porque habían jurado no hacerlo hasta no haber elaborado la Constitución. La escena, tan teatral en cierto sentido, dejaba meridianamente claro hasta qué punto había llegado la tensión.
Al final de esa
“séance royale”, el rey hubo de claudicar…hasta cierto punto. Garantizó que rubricaría con su firma una “Carta otorgada”, es decir, una constitución surgida del favor real. Quizá Louis, de buena fé, pensase que habiendo llegado a ese extremo, se había alcanzado un punto de equilibrio; pero, desde luego, ya no cabía esperar que tuviese éxito una componenda de ese estilo.
El 9 de julio, los miembros de la Asamblea Nacional Constituyente ( y obsérvese que insistían en manejar el término Constituyente…) se dirigieron en términos bastante educados pero firmes al rey, para que éste ordenase retirarse a la tropa que acordonaba el recinto dónde seguían reuniéndose. Louis replicó que la citada Asamblea quizá pudiese desarrollar mejor su trabajo en Noyen o en Soissons, localidades situadas a considerable distancia de Versalles. Por supuesto, los representantes no eran tan tontos para aceptar verse de pronto trasladados a esas ciudades, pues se daban cuenta de que no sólo se alejarían del palacio, sino también de la capital, París, de dónde no cesaban de llegar mensajes de ánimo.
Luego, el once de julio, los acontecimientos se precipitaron a raíz de que Louis XVI destituyese, fulminantemente, a su ministro de finanzas, Jacques Necker. ¿El motivo? La "extrema condescendencia" de Necker hacia esos Estados Generales que habían decidido convertirse, por su cuenta y riesgo, en una novedosa Asamblea Nacional Constituyente.
La noticia del cese cae como una bomba. En París, la gente está claramente soliviantada ante nuevo giro de los acontecimientos, el movimiento inesperado del rey, que hace presagiar que vaya a ordenar a su ejército que actúen con contundencia para reafirmar la autoridad real: a fín de cuentas, se ha producido una notable concentración de tropas en Versalles, Sevrès, el Champs de Mars y Saint-Denis, todos ellos lugares estratégicos para poder controlar de un lado Versalles, de otro lado París. Ya el 12 de julio, se habían producido algaradas callejeras en París en protesta por la sustitución de Necker por Breteuil; las algaradas se consideraron lo bastante importantes para que se cerrasen los teatros e incluso el edificio de la ópera. El 13, la situación empeoró: mientras Necker, con su esposa Suzanne, se marchaba rumbo a Bruselas, bandadas de parisinos mostraron su furia arrojando piedras a los soldados del denominado regimiento real alemán, que tenía por comandante al príncipe de Lambesc; éste ordenó responder al ataque, según explicó luego para evitar que la turbamulta se apoderase del famoso puente giratorio tendido sobre el río Sena. Como daba la casualidad de que el príncipe de Lambesc era un primo lejano de Marie Antoinette a través del padre lorenés de ésta, Franz Stephan, el pueblo consideró peor aún el hecho de que un comandante al mando de tropas del rey hubiese mandado a sus soldados usar los sables contra los parisinos.
El 14 de julio, llegó el colofón a esas jornadas violentas: la toma de la Bastilla por parte de los parisinos. Louis XVI y Marie Antoniette, en Versalles, se enteraron de lo ocurrido a horas muy tardías, cuando el duque de Liancourt llegó a palacio procedente de la capital para comunicar la noticia. Louis, tras escuchar las primeras frases pronunciadas por Liancourt, preguntó, asombrado: "¿Es una revuelta?". La respuesta de Liancourt pasaría a los anales de la Historia: "No, Sire...¡Es una revolución!".