hernangotha escribió:
Querida Minnie no quiero ser aguafiestas pero en el asunto del matrimonio de la hermana de nuestra protagonista, Elisabeth Franziska, estás mezclando los maridos, al de Austria-Este con el de Austria de los Teschen. Disculpa mi pequeña observación...

Pequeña observación aceptada de muy buen grado

Tienes todaaaaaaaaaaa la razón. Esto me pasa por no repasar genealogía antes de soltar los dedos sobre el teclado o, mejor aún, por no consultar con mi súper mega asesor privado: tú, querido Hernan. A ver cómo me rehago.
Estaba hablando del PRIMER marido de Elisabeth Franziska. Era Ferdinand de AUSTRIA-ESTE, hijo del que había sido riquísimo duque Francis IV de Módena y hermano menor del que también había sido duque de Módena con el nombre de Francis V. Hablemos pues, de la rama de MÓDENA, así me evito lamentables confusiones, jajaja. La rama MÓDENA era fervientemente legitimista, estaban ultra convencidos de la vieja teoría del derecho divino de los reyes. De ahí sus fuertes conexiones con la rama carlista de los Borbones de España y con la rama de pretendientes al trono de Francia que habían sido desposeídos a raíz de la revolución de 1830. No en vano, Francis V y Ferdinand tenían dos hermanas que habían sido casadas respectivamente con el conde de Montizón (carlismo puro) y con el conde de Chambord (legitimismo gálico puro).
¿Así voy bien? Querido Hernan, un apunte: siéntete en absoluta libertad de corregir cualquier gazapo. Las correciones nunca jamás me aguan la fiesta, por el contrario, las agradezco muy sinceramente porque subsanan mis errores y me hacen estar más atenta para no incurrir en esos faux pas en adelante

Pero...este es un espacio para Marie Henriette. Así que tratemos de verlo con los ojos de Marie Henriette. Y para Marie Henriette, 1847 acabó peor de lo que había empezado. La boda de su hermana Elisabeth Franziska no pudo alegrarla, pues su hermano Joseph Karl, al ser un varón, estaba abocado a permanecer interno en prestigiosas instituciones educativas de orientación hacia la carrera militar. Así que, para expresarlo en una frase, Marie Henriette se quedaba muy sola, pegada a las faldas de su madre, Dorothea. La muchachita de doce años no podía dejar de recordar cuán bulliciosa y alegre había sido la vida que había llevado en Alcsút, en la pustza húngara, apenas unos años antes. En Viena, permanecían en una dignísima seclusión, porque Dorothea era consciente de que no sólo la corte imperial les había forzado a trasladarse de Hungría a Austria porque no confiaban en ella, sino que, por añadidura, la sección política de la policia la vigilaba de cerca incluso ahora que residían en la capital. La razón no podía ser más peregrina: aquella protestante que había educado a sus hijos en un firme catolicismo realizaba sus obras de caridad sin considerar en absoluto las creencias religiosas de los favorecidos. Probablemente, Dorothea era la única archiduquesa que mostraba a las claras su vergüenza por el antisemitismo que empezaba a cobrar intensidad en Viena. Los judíos, arracimados en barrios específicos que recordaban a los típicos ghettos, le inspiraban sincera compasión. Así que ella, fiel a sí misma, coherente hasta el final, se empecinaba en tricotar o en preparar ropas de distintas tallas junto a sus hijas o damas de compañía; a la hora de distribuírlas en paquetes, le importaba un pimiento si remediaban la necesidad de una madre católica, protestante o judía. Hoy puede parecernos sencillamente absurdo que por ese simple motivo la observasen con hostilidad desde el Hofburg.
Dorothea había compartido con Elisabeth Franziska la pasión por la literatura alemana, inglesa o francesa, alternativamente, así como por la música. Pero Marie Henriette era menos proclive a actividades intelectuales o artísticas. Como en tantas casas, a la madre le tocaba mezclar cierta indulgencia con una generosa dosis de paciencia con la menor de sus retoños. Dorothea comprendía que Marie Henriette había visto alterarse drásticamente su existencia en un breve lapso de tiempo. Había que ir guiándola con mano izquierda a través de los vericuetos de la adolescencia.
Sin embargo, asuntos graves requirieron la plena atención de Dorothea a partir de 1848. 1848 fue un año agitado e incluso convulso en Europa, casi desde su mismo inicio; el primer semestre, de hecho, vió surgir una oleada revolucionaria que hizo recordar las precedentes de 1820 y 1830 porque alteraron más de medio continente. A diferencia de lo que había pasado en 1820 y 1830, en 1848 los estallidos se expandieron a la velocidad del rayo de uno a otros países; se sofocarían con relativa premura, pero dejaron huellas indelebles. Louis Philippe, primer rey de la dinastía Orléans en Francia, pasaría a ser, para su eterna desolación, también el último monarca de su peculiar linaje: al tener noticia de que las calles parisinas se llenaban de barricadas levantadas por el pueblo sublevado, le entró pánico y salió corriendo hacia el exilio con su esposa e hijos tras abdicar en un nietecito de nueve años. Se proclamó la Segunda República, el 26 de febrero, mientras los Orléans se establecían, angustiados por lo sucedido, en Claremont, Surrey, Inglaterra. El alboroto de Francia cruzó rápidamente la frontera con tierras alemanas. Hubo algaradas en distintas ciudades germánicas, que llevarían a la constitución del Primer Parlamento Alemán en el interior de la Paulskirche (iglesia de San Pablo) situada en el corazón de Francfurt-am-Main. Una iglesia de aspecto sobrio y desangelado, me permito añadir, dónde resulta difícil sentir algo excepto una remota curiosidad

Pero...miremos al Imperio Austríaco. Era inevitable que también reventasen las tensiones allí. Austria tenía un emperador, Ferdinand I, absolutamente retardado y epiléptico; la incapacidad manifiesta de aquel hombre que jamás podría consumar matrimonio con su bondadosa esposa sarda le hacía un simple figurín para ceremonias de corte necesariamente abreviadas en virtud de su penoso estado de salud, mientras los hilos los movía el canciller Metternich. Metternich había sido Metternich...el cochero de Europa. Pero a esas alturas se trataba de un anciano ultrareaccionario que había cosechado una fuerte cota de impopularidad. Se le percibía como una rémora del pasado, un lastre que había que sacarse de encima para evolucionar hacia un mayor liberalismo político y social. Los intelectuales y estudiantes vieneses fueron los primeros que, contagiados por el espíritu de las barricadas parisinas, se alzaron en las calles. Llegó a producirse una situación de gran tensión en palacio, mientras se encargaba al recio príncipe von Schwarzenberg que restaurase el orden, costase lo que costase, en la capital. Los miembros de la familia acabarían poniendo tierra por medio, buscando refugio en la ciudad morava de Olmütz. Entre tanto, el principal problema ya no era simplemente el descontento esgrimido por los vieneses, sino que se habían producido alzamientos masivos, de carácter puramente nacionalista, tanto en Hungría como en el Lombardo-Véneto, en el norte de Italia.
Evidentemente, a Dorothea le afectaba lo que ocurriese en Viena, pero también lo que pudiese suceder en Bohemia y Moravia dado que su hija Elisabeth Franziska estaba en Brünn con su esposo Ferdinand, comandante militar en la ciudad; más allá de eso, Dorothea vivía con el alma en vilo pensando en su hijastro Stephen, el palatino de Hungría. A Stephen le tocó en suerte la peor de las situaciones posibles. Era un Habsburgo, sí, pero se sentía obligado moralmente hacia los húngaros, pues su padre había sido palatino y él había sucedido a su padre; en su rama familiar, todos experimentaban una profunda identificación con los anhelos de la aristocracia magiar de recobrar un amplio margen de autonomía a través de sus antiguos privilegios, que se les habían arrebatado en un ejercicio drástico de centralización imperial realizado en la corte vienesa. El levantamiento húngaro cobraba cada día mayor densidad y virulencia. Stephen veía necesario encontrar un punto de compromiso en el que cimentar una etapa nueva, más equilibrada desde una posición húngara. Pero desde Olmütz se insistía en que había que someter a los rebeldes húngaros y darles un escarmiento de dimensiones históricas. Cuando se nombró al general de orígen croata Josip Jelačić Bužimski comandante en jefe de las tropas imperiales en tierra húngara, destinada a erradicar cualquier vestigio nacionalista en el país magiar, a Stephen se le abrieron literalmente las carnes. El 24 de septiembre de 1848, Stephen renunció a su condición de palatino de Hungría porque, de acuerdo a su conciencia, no podía participar en aquel drama. En Olmütz, la inmensa mayoría del clan Habsburgo consideró a Stephen un traidor.
Para Dorothea y sus hijos -Elisabeth Franziska, Joseph Karl e incluso Marie Henriette- Stephen no era ningún traidor. Veían a un hijastro y medio hermano muy querido, que había tenido la desgracia de que el devenir de la historia le había puesto entre la espada -su linaje- y la pared -su genuíno amor por los húngaros-. Imaginar la tortura psicológica que había padecido Stephen en esos meses, antes de cubrirse a sí mismo de oprobio ante sus parientes imperiales al tomar la decisión irrevocable de dejar su cargo, les afligía intensamente.
A finales de 1848, Metternich se había exiliado tras cesar en su condición de canciller y el emperador Ferdinand I abdicó del trono. El primero en la línea de sucesión era el archiduque Franz Karl, un hombre ya maduro, que no padecía las graves taras de su hermano Ferdinand, pero que, desde luego, no era ninguna lumbrera y adolecía de un temperamento claramente abúlico. La decidida esposa de Franz Karl, Sophie, instó a éste a que traspasase los derechos al mayor de los hijos varones de ambos: Franz Joseph. Con dieciocho años, Franz Joseph ascendió a la dignidad de emperador, en un imperio que acababa de sobreponerse a los alzamientos. Guiado por Sophie, Franz Joseph se abonó a una línea conservadora y firme.