Aquí tenemos al kaiser Franz. El 1 de marzo de 1792, había sucedido a su padre, Leopold II, en el título de emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Por tanto, a partir del 1 de marzo de 1792, se le mencionaba como
Franz II, Kaiser des Heiligen Römischen Reiches Deutscher Nation.
Se trataba, sin duda, de un título que llevaba implícita una profunda carga histórica, un inmenso prestigio. Pero Franz se elevó a tan alta dignidad en una época claramente marcada por la tumultuosa revolución que había estallado en suelo francés y que sacudió a todo el continente europeo. Para ser exactos, en 1792 la república francesa aún no se había atrevido a asestar el golpe definitivo a la noción de la realeza por derecho divino llevando al cadalso al "citoyen Louis Capet" (anteriormente rey Louis XVI) y a su esposa, la "citoyenne Capet" (anteriormente, reina Marie Antoinette). El destino de Louis y Marie Antoinette, encerrados en el Temple con una hermana soltera de él (Madame Elisabeth) así como con sus dos pequeños hijos (Louis, el dauphin, y Marie Therese), constituía todavía una incógnita. En la corte de Viena, Franz no podía evitar sentirse muy violento por la situación. A sus ojos imperiales, obviamente, la república francesa era una peligrosísima hidra de siete cabezas a la que los monarcas de entonces, por su propio bien, debían combatir; en otro sentido, muchos esperaban a que él tomase la iniciativa porque Marie Antoinette, la esposa de Louis, era "la autrichienne", es decir, una archiduquesa austríaca. De hecho, Marie Antoinette había sido hermana de Leopold II, el padre de Franz II.
Franz II aceptaba que las nuevas ideas que llegaban desde Francia constituían un dramático desafío. Los franceses no se habían amilanado por el hecho de que el resto de las naciones se mostrasen hostiles y beligerantes hacia la flamante república. Se creían capaces de defenderla. Y se creían, tambien, capaces de conseguir que el ideario preconizado entonces se expandiese por su propia fuerza. Emperadores y reyes, príncipes y duques soberanos, tendrían ante sí el desafío de impedir que en sus diferentes países surgiesen réplicas del seísmo francés. Sin embargo, a Franz le preocupaba menos la suerte de Louis (ce pauvre homme...había nacido para pasar sus días trabajando en la fragua, honesto y aplicado herrero, no para reinar, desde luego) e incluso la de Marie Antoinette (cabeza de chorlito...no había empezado a actuar con sensata firmeza hasta que había sido demasiado tarde para que su nueva actitud amortiguase el peso de su mala reputación). Ulteriormente, Franz tendría mala conciencia, eso sí, por no haber hecho más en favor de Marie Antoinette. Una Habsburgo encerrada, juzgada, sentenciada, paseada en carreta hasta el patíbulo y guillotinada a la vista de las tricoteuses, suponía una infamia para la casa imperial.
En 1792, Franz tenía otras preocupaciones referentes a su familia: el trágico sino de Marie Antoinette no se cumpliría hasta finales de 1793. En mayo de 1792, apenas dos meses después del ascenso de Franz, murió la queridísima madre de él, la kaiserina María Ludovica. Supuso una pérdida terrible para Franz. La única mujer cuya desaparición había llorado amargamente, con anterioridad, había sido su primera esposa: una preciosa rubia, Elisabeth de Württemberg.
Elisabeth, la guapa primera esposa de Franz.
Franz, casado con Elisabeth en enero de 1788, se había creído el más afortunado de los hombres porque se le hubiese arreglado una boda con aquella bonita y elegante princesa. Habían sido felices, incluso se podría decir que sorprendentemente felices. Pero el 18 de febrero de 1790, la archiduquesa Elisabeth había muerto a consecuencia de unas viruelas que le sobrevinieron justo después de un durísimo parto de veinticuatro horas de duración. Su hijita, Ludovika Elisabeth, apenas sobrevivió a la madre dieciséis meses.
Franz había podido permitirse sólo un breve período de duelo por Elisabeth. Enseguida, su padre, Leopold II, le había buscado una novia apropiadísima. Se trataba de Maria Theresa de Nápoles-Sicilia, una doble prima carnal de su prometido. En efecto, se daba la circunstancia de que Leopold, el padre de Franz, era hermano de María Carolina, la madre de María Theresa, mientras que María Ludovica, la madre de Franz, era hermana de Ferdinand IV de Nápoles, padre de María Theresa. Los contrayentes compartían a sus cuatro abuelos.
En realidad, María Theresa no tenía un aspecto muy agraciado. La mezcla de genes Borbón -por vía paterna- y Habsburgo -por vía materna- no había resultado particularmente afortunada en su caso. Resultaba evidente que no podía resistir una comparación con su predecesora, Elisabeth de Württemberg:
María Theresa, segunda esposa de Franz.
Pero, por suerte, Franz era uno de esos hombres maravillosamente predispuestos hacia el matrimonio. Su sentido de la moral y el decoro hacían que no quisiese buscarse aventuras pasionales fuera del ámbito conyugal. Prefería, en cambio, enfocar sus sentimientos directamente hacia las mujeres que se le íban ofreciendo en calidad de consortes. Había sido fácil enamorarse de Elisabeth, tan atractiva y musicalmente talentosa. Pero tampoco se le hizo difícil encariñarse con su doble prima María Theresa, que no era un bombón, pero sí poseía una naturaleza alegre, retozona y sensual. A María Theresa le gustaban las veladas musicales, las obras de teatro representadas en palacio y, de manera especial, los bailes. Podía contarse con que danzaría con verdadero entusiasmo en cada noche de fiesta, sobre todo si se trataba de una fiesta de disfraces. Las mascaradas ejercían una fuerte atracción sobre ella.
Incluso embarazada o recién parida, Maria Theresa no se perdía un sarao. Y resultó que estuvo embarazada o recién parida durante la mayor parte de sus años de casada. Franz no andaba escaso de apetito sexual, María Theresa se mostraba complaciente en ese aspecto y aconteció que ambos demostraron con creces su fertilidad. El primer retoño llegó en diciembre de 1791, a los catorce meses de la boda. Se trató de una niñita mofletuda y sonrosada, a la que decidieron llamar Maria Luísa en honor a la abuela paterna María Ludovica. En abril de 1793 llegó el ansiado varón, Ferdinand. En junio de 1794, apareció otra niña bautizada María Carolina en tributo a la abuela materna: esa niña murió con once meses de vida, cuando la madre estaba de nuevo embarazada; y como quiera que María Theresa tuvo otra hija en diciembre de 1795, la llamó Carolina Ludovika en recuerdo de la recien fallecida.
Luego, en enero de 1797, se produjo el natalicio de Leopoldina, que aquí es la protagonista. Casi catorce meses más tarde, a la nursery imperial se le agregó otra fémina: Clementina. En abril de 1799, se agregaría un segundo varón, el archiduque Joseph; le seguiría la archiduquesa María Carolina en abril de 1801 (se le dió ese nombre, tan repetido, porque Carolina Ludovika había perecido en junio de 1797). El archiduque Franz Karl nació en diciembre de 1802. La archiduquesa María Anna nació en junio de 1804. todavía hubo otro archiduque, Johann Nepomuk, alumbrado en agosto de 1805. La cuenta finaliza con la archiduquesa Amalie Theresa, nacida y muerta en abril de 1807.
Ni os molestéis en echar cuentas, que las he echado yo para todos. La emperatriz María Theresa, consorte de Franz II, tuvo doce hijos desde finales de 1791 hasta principios de 1807.
Cierto que la fuerte sobrecarga genética, fruto del casamiento de unos primos hermanos POR PARTIDA DOBLE, hizo estragos en la descendencia de Franz y María Theresa. Siempre había que contar con una tasa notable de mortalidad infantil, pero, en su caso, fue realmente elevada: fallecieron en la niñez la primera María Carolina, Carolina Ludovika, Joseph, Johann Nepomuk y Amalie Theresa. Es decir, cinco niños entre doce...un porcentaje altísimo. Aparte, otros hijos sufrían graves "taras". Para desolación de Franz, su ansiado heredero, Ferdinand, era retrasado mental y epiléptico. También era retrasada y epiléptica la archiduquesa María Anna. Franz Karl no llegaba a ser retardado...pero poco le faltaba; en el mejor de los casos, se consideraba que poseía una mente letárgica y un carácter abúlico.
En esas circunstancias, representaba un consuelo que hubieran eludido los riesgos de la exagerada consanguineidad las archiduquesas María Luísa, Leopoldina, Clementina y la segunda María Carolina. Ellas, que no estaban limitadas en ningún sentido, debían recibir una excelente educación que les permitiese desarrollar todo su potencial, en un futuro, cuando se decidiesen sus matrimonios a mayor gloria de la casa de Habsburgo-Lorena...