Juliane, gran duquesa Anna Feodorovna:
Desde una perspectiva fríamente dinástica, Juliane cumplió con creces el cometido principal atribuíble a cualquier princesa, dado que fue absolutamente instrumental en la progresión hacia la primera línea de su familia de origen, una más entre las muchas familias asociadas a la extensa panoplia de principados y ducados germánicos. Eso, considerándolo desde una perspectiva fríamente dinástica. La descarnada realidad es que su matrimonio, brillantísimo en el sentido de que hizo de ella una gran duquesa en la muy opulenta corte imperial de aquella potencia llamada Rusia, constituyó un calvario para ella.
Punto número uno: Juliana era muy joven, contaba catorce años de edad, cuando se vió catapultada desde la corte ducal de sus padres a la corte imperial presidida por la imponente Catalina II. Los principios de Catalina también habían sido los de una insignificante princesa alemana importada como novia apropiada para un zarevitch que no parecía nada promisorio, pero eso quedaba muy, muy atrás. A Juliana le tocaba casarse con uno de los queridos nietos varones de Catalina, el gran duque Constantino. El hermano mayor de Constantino, Alexander, destinado a heredar en su día el trono Romanov, se había casado igualmente con una princesa germana que se había metamorfoseado, por obra y gracia de una fastuosa boda en el rito ortodoxo, en la gran duquesa Elizaveta Alexeyevna.
Constantino, de dieciseis años, no poseía ni de lejos el atractivo físico de Alexander. Tampoco era dueño, todo hay que decirlo, de un carácter atractivo. Podía ser endemoniadamente orgulloso, rayando en una soberbia de dimensiones ciertamente imperiales; se mostraba distante y prepotente, pero también hosco, malencarado y bien dispuesto a sonoras explosiones de cólera. En cierto
modo, su ira restallaba en el aire como un látigo de nueve colas. No llevaba una vida precisamente contenida y ejemplar, al contrario, mostraba signos de cierta disipación. La abuela Catalina consideraba urgente proporcionarle una esposa mansa y complaciente. Él acogió la idea con bastante frialdad. Casarse no era algo que le apeteciese, más bien le repelía tener que unirse a cualquier princesa que importasen para él. Pero...cualquiera se oponía a los designios de Catalina. Igual que poco tiempo atrás dos princesas de Baden habían llegado a San Petersburgo para que Alexander eligiese entre ellas a su gran duquesa, para Constantine se hizo viajar desde Coburg tres princesas que, en ese caso, se presentaron junto a la madre y el hermano varón de mayor edad, heredero de los dominios familiares.
Las niñas Coburgo eran muy bonitas, pero la primera reacción de la corte de San Petersburgo fue reírse de sus alhajas demasiado sencillas y de sus vestidos pasados de
moda. Juliane, la elegida para verse insumida en el proceso de conversión religiosa que haría de ella la muy creyente gran duquesa Anna Feodorovna, pronto pudo presumir de disponer de un fantástico joyero y de un no menos espléndido ropero, pero en su marido no encontró precisamente un buen mozo dispuesto a cortejarla o por lo menos a dispensarle una cortesía que con el tiempo derivase en cierta medida de afecto recíproco. Ella enseguida demostró una habilidad para las relaciones palaciegas, pese a su juventud, que la hizo destacar en el entorno de la corte imperial. A Constantino le apetecía cero a la izquierda que su mujer fuese objeto de parabienes y floridos halagos. La relación se estropeó cada vez más. Para colmo, cuando Catalina II murió, ascendió al trono su hijo Paul, que, conjuntamente con su esposa María Feodorovna, mantenía una relación plagada de recelos y sospechas hacia los dos hijos varones que la difunta autócrata había apartado de ellos para moldearles según su propio criterio: Alexander y Constantino. Paul decidió que Alexander y Constantino empezasen a participar activamente en una serie de maniobras militares que les mantenían alejados de la corte en la que habían sido los niños mimados de la abuela Catalina. Eso dejó a las jóvenes esposas de ambos, Elizaveta Alexeyevna y Anna Feodorovna, prácticamente obligadas a mantenerse semi recluídas, participando lo justo de los eventos palaciegos y tratando de confortarse la una a la otra. Cuando los maridos podían visitarlas, nada era precisamente miel sobre hojuelas. Juliane sufría los malos tratos de Constantino. Años después, una mujer importante en la vida de Leopold, Caroline Bauer, lo resumiría afirmando que
"el brutal Constantino trataba a su mujer como si fuese una esclava".
Juliane sucumbió a aquella atmósfera absolutamente enrarecida. En 1799 estuvo seriamente enferma, al punto de que en la corte imperial rusa aceptaron que viajase a Coburg para reestablecerse con las cariñosas atenciones de su madre Augusta. Al verse rodeada de sus padres y hermanos, Juliane intentó desesperadamente convencerles de que aceptasen su vuelta a casa. Pero los Coburg no tenían ninguna intención de quedarse sin la gallina de los huevos de oro que venía siendo Juliane metamorfoseada en gran duquesa Anna Feodorovna. La forzaron a regresar a San Petersburgo, dónde el sentimiento de angustia de ella fue en aumento. En 1801, el 23 de marzo, el muy paranoico zar Paul I fue asesinado y Alexander ascendió al trono como Alexander I. Fue un balón de oxígeno para Juliane, que vió en ese giro de los acontecimientos una opción para escapar en cuanto le permitiesen volver a ver su hogar natal. Al cabo de pocas semanas, mostró signos de enfermedad: estaba al borde del colapso físico y mental, así que de nuevo consintieron en mandarla a Coburg. Previsiblemente, la intención era la misma que en 1799: ya se encargaría la enérgica Augusta de mejorar en un plazo de tiempo razonable el estado de salud de la hija para devolverla a San Petersburgo. Pero esa vez Juliane se mantuvo firme en su propósito de no regresar a San Petersburgo. No quería seguir siendo la esposa de Constantino. Quería un divorcio que le permitiese vivir con cierta dignidad, a salvo de la tiránica naturaleza del marido que le habían proporcionado. Los Coburg, comprendiendo que no había nada que hacer, sondearon a la corte imperial. Pero la zarina de Paul, María Feodorovna, se negó en redondo a colaborar para que Constantino y Juliana obtuviesen un divorcio. La zarina temía que su tempestuoso hijo contrajese matrimonio morganático con la querida del momento, así que prefirió mantenerle atado a la fugitiva Juliane.
Juliane era muy joven y aunque las experiencias vividas en la corte rusa le habían causado un enorme sufrimiento, no pensaba renunciar a la posibilidad de encontrar el amor en cualquier recodo del camino. En algún momento da partir de 1805, parece haber vivido un romance apasionado con un emigrado francés que servía en el ejército prusiano Jules Gabriel Emile de Seigneux, divorciado de Christiane Friederike de Anhalt, y el resultado fue un embarazo que trastornó profundamente a los miembros de la familia ducal de Coburg. Aquella era una época en que "no estaban" para distraerse de los asuntos políticos que condicionaban incluso el futuro de la familia en Thuringia, pero, obviamente, tampoco podían desentenderse de la situación delicada en que se había puesto Juliane. Había que tapar el asunto y proporcionar soluciones a los problemas que se derivasen del inminente nacimiento de un hijo a todas luces ilegítimo de la aún esposa oficial del gran duque Constantino. El niño, Eduard Edgar Schmidt-Löwe, nació en el mes de octubre de 1808. Los Coburg se encargaron de proveerle un nombre y unos apellidos, en un hogar adecuado dónde podía crecer rodeado de atenciones. Pero Juliane, obviamente, se vió privada de ejercer la maternidad.
Consumida la llama de su relación con Jules de Seigneux, Juliane se trasladó a Suiza en un estado de ánimo bastante melancólico. Se estableció en Berna, dónde eligió, para dirigir su casa, a un caballero de excelente formación, cirujano de cierto prestigio, llamado Rodolphe Abraham de Schiferli. Enseguida surgió una notable afinidad entre Juliane, aficionada al arte y a la música, y Rodolphe. La amistad se vió temporalmente interrumpida por un romance que fructificó en un nuevo embarazo ni buscado ni deseado. Los Coburg, informados, probablemente se echaron las manos a la cabeza antes de decidir que había que obrar con el mismo cuidado con que se había obrado en 1808. En 1812, Juliane dió a luz a la hija de Schiferli: Louise Hilda Agnes, rápidamente adoptada por otro refugiado francés de los que buscaban que la suerte les sonriese en tierras germanas llamado Jean François Joseph d'Aubert.
En 1814, Juliane era una mujer de considerable belleza, que había tenido aventuras sentimentales y había dado a luz dos hijos de dos padres distintos, niños a los cuales se había visto obligada a renunciar para evitar un escándalo de proporciones épicas. Decidida a quedarse en Suiza, había adquirido una bonita villa en el cantón de Berna, a orillas río Aare, a la que se dió el nombre de Elfenau. Y en ese lugar, la irrupción de Constantino con Leopold desde luego debió resultar bien poco grata para Juliane, que, a pesar de los esfuerzos de su hermano para persuadirla de que debía reconciliarse con el marido a quien seguía unida legalmente, se negó en redondo a considerar siquiera aquella posibilidad.