Creo que queda claro que considero a la condesa Trazegnies que se mofó, en una lamentable falta no sólo de etiqueta palaciega sino de urbanidad básica, de la reina Louise Marie, pero también conviene contextualizar. Como estábamos viendo, los orangistas constituían un "partido activo" en la Bélgica que acaba de entronizar al Coburgo, pero las pasaron canutas también muy a menudo. Nuestra Louise Marie, con su gusto por ser una muy exhaustiva cronista de todo cuánto acontecía dentro y fuera de su palacio bruselense, así se lo relataba a su madre en aquellas cartas interminables (que dicho sea de paso preocupaban bastante a Stockmar, quien juzgaba que la esposa francesa de su señor padecía una suerte de "escribomanía" en absoluto saludable...). Soldados belgas, respaldados por buena parte de los ciudadanos, se pasaron meses entrando "sin llamar a la puerta" en las casas y arrasando las propiedades de destacados orangistas, sobre todo en las ciudades de Bruselas, Gante y Antwerp. En Bruselas, las mansiones de notables familias como los Trazegnies, los Lalaing los Ursel, los Marnix, los Vonck, sufrieron no pocos asaltos violentos, de
modo que en cierta ocasión Sir Robert Adair, el flemático pero agudo embajador británico en la capital belga, se encontró con que las condesas de Trazegnies (ahí nuestra maleducadilla...) y la condesa de Lalaing pedían asilo en la embajada inglesa. En Antwerp los orangistas se vieron particularmente asediados en su lugar de reunión preferido, el club La Loyauté. El panorama general pintaba bastos entre los partidarios del nuevo régimen y los orangistas. Y llevo a situaciones pintonas, como, por ejemplo, una
modificación exprés de la ley vigente por largo tiempo que hasta entonces había hecho a los Consejos de cada ciudad los electores de sus respectivos Alcaldes Presidentes. Para evitar que los Consejos de ciudades más plagadas de orangistas designasen a ilustres miembros de esa tendencia para dicha función, en marzo de 1836 se dispuso que correspondería al Rey, ya no a los consejos municipales, elegir a los miembros de la corporación, entre los cuales destacaba el Alcalde. Fue un golpe de mano de Leopold, sí, pero sentó fatal en las ciudades flamencas.
A
modo de resumen de la situación, cabe recordar que el rey de Holanda no reconoció a su colega Coburgo como soberano de una Bélgica independiente del Reino de los Países Bajos hasta 1839. Y eso, evidentemente, hubiese tenido que echar muchas paletadas de tierra encima de los ánimos reunificadores de los orangistas belgas, pero, con todo, parte de ellos siguieron, por así decirlo, "en la brecha". En fecha tan tardía como octubre de 1841, fue descubierto un complot reunificador de signo orangista liderado por dos verdaderas personalidades: el conde Augustus van der Meere y el barón Jacob van der Smissen. Desde el entorno de Leopold, se hizo circular que, más que el interés general, les había movido a ello el resentimiento personal, ya que ambos aristócratas habían visto interrumpidas sus antaño fulgurantes carreras militares por su pasión orangista. Claro que los resentimientos personales existían, pero es que durante años los orangistas habían sido tan hostigados, que los que no habían tirado la toalla, se habían exaltado todavía más por la convicción de haberse visto maltratados por un rey "importado" del que decían que sólo estaba en Bélgica por amor al dinero. Incluso el Ministro de la Guerra de Bélgica, el general Buzen, estaba de alguna manera implicado en el complot -y esto último sí que hizo rechinar los dientes a Leopold.
El dinero: ahí volvemos a un aspecto crucial, la famosa codicia y avaricia atribuídas a Leopold. Aquel hombre de quien muchos rumoreaban que había "esquilmado" a los ingleses a cuenta de su efímero matrimonio con la efímera princesa Charlotte, había negociado hábilmente el aspecto pecuniario vinculado a su ascenso al trono belga. La nación le había ofrecido un estipendio anual que alcanzaba la suma de dos millones setecientos mil francos. De esa asignación, debía proveer el mantenimiento de sus palaciegas residencias y de su -aparatosa- corte. Pero los gastos se han estimado en una media anual de un millón quinientos mil francos. Eso dejaba en manos de Leopold la nada desdeñable suma de un millón doscientos mil francos para atender a sus caprichos...y para realizar inversiones que le garantizasen una verdadera fortuna privada. Curiosamente, Leopold empezó invirtiendo en un holding, la Société Générale, que el neerlandés rey Wilhelm había fundado personalmente en su día para canalizar a través de ella los fondos que debían emplearse en promover la industrialización de las provincias sureñas. Dirigida por el habilísimo Ferdinand Meeus, la Société Générale iba camino de convertirse en "dueña" de gran parte del país. Cuando Leopold ordenó a su gente adquirir para él acciones de la Sociéte Générale, Ferdinand Meeus facilitó tanto las cosas que el monarca acabaría considerándole digno no sólo de su confianza financiera, sino incluso de recibir un bonito título de nobleza.
Leopold se labró su enorme fortuna al mismo ritmo en que los rumores sobre su afán acaparador mermaban poco a poco su popularidad entre los belgas. No obstante, para millones de ciudadanos él trascendía sus propios defectos, incluso los defectos feos como el "rapiñar para medrar". Simbolizaba la Bélgica nación independiente, el país recién constituído y reconocido a nivel mundial. Había que mostrar tragaderas con los aspectos menos gratos de aquel brillante estadista llegado de la minúscula Coburgo.