Esta historia se inicia en una elegante mansión erigida entre las suaves ondulaciones y bosquecillos de Northamptonshire, cien millas al norte de Londres: Althorp Park. Allí, en ese entorno privilegiado, el luminoso siete de junio de 1757, llegó al mundo una niña que recibiría el nombre de lady Georgiana Spencer, aunque para su embelesada madre, Margaret Georgiana Poynt, por matrimonio condesa Spencer, siempre sería su pequeña "Gee".
Margaret Georgiana Poyntz Spencer, condesa Spencer.
A decir verdad, Margaret Georgiana jamás dejaría de sentir una especial predilección por "Gee". El nacimiento de un hermano, George John Spencer, vizconde Althorp en vida del padre, aconteció cuando "Gee" contaba quince meses de edad, pero no le robó a la nena ni una pizca de la tierna predilección que manifestaba hacia ella su madre. Los cuatro años de "Gee" y tres años de "Johnny" coincidieron con el natalicio de un tercer retoño, la segunda fémina, a quien se bautizaría Henrietta Frances pero a la que se llamaría sencillamente Harriet: en esa ocasión, Margaret Georgiana dejó meridianamente claro que consideraba a la bebé poco agraciada e incluso fea, de
modo que le resultaba imposible contemplarla con los mismos ojos con los que contemplaba a su preciosa y vivaracha primogénita. Todavía habría otras dos niñas: Charlotte y Louise; pero Charlotte sobrevivió apenas unos meses, en tanto que Louise murió a las pocas horas de haber nacido, así que ninguna eclipsó a "Gee".
"Gee", en cambio, mantendría una relación más distante con su padre, John Spencer, primer conde Spencer, un bisnieto del famoso duque de Marlborough John Churchill con su no menos célebre esposa Sarah Jennyns.
John, primer conde Spencer.
John Spencer mostraba un carácter un tanto sombrío, quizá algo perfectamente comprensible si se tenía en cuenta que los primeros años de su infancia habían estado marcados por el sufrimiento de su querida madre (Georgiana Carteret) a causa del alcoholismo de su temido padre (el honorable John Spencer). En cierto
modo, había resultado un alivio que el honorable, casi siempre borracho, irrascible y en ocasiones brutal, hubiese fallecido prematuramente. Su hijo heredó, con once años, una de las grandes fortunas británicas, todo un conglomerado de fincas que proporcionaban unas rentas de más de setecientas libras esterlinas
por semana (y como bien ha señalado la autora Amanda Foreman, en esa época muchos caballeros vivían con relativa holgura con rentas de 300 libras esterlinas
por año...). Eso no le evitó sentirse apesadumbrado por la falta de un hogar apacible y cálido, algo que no logró conocer ni siquiera después de que su madre rehiciese su vida contrayendo un segundo -dichoso- matrimonio.
Así, John Spencer se había transformado en un hombre serio, taciturno, con algún que otro estallido de temperamento; dedicado a administrar su fortuna y a la política -participaba activamente en el partido whig-, trataba con afecto a su mujer Margaret Georgiana, con la que se había casado por amor y no por obtener ventajas sociales de ninguna clase, pero nunca se le consideró un padre cercano a sus tres hijos: Gee, Johnny y Harriet.