Así me gusta, Micmic...¡¡que arrimes un poquito el hombro!!

Ya sabes que a mí me encantaría que este subforo de Portugal cobrase nuevos bríos. Pienso que Portugal tiene una historia apasionante. A los Braganza les pasa como a nuestros Borbones...en los foros internacionales, no resultan tan "cool" como los Romanov, los Habsburgo o los Windsor. Pero precisamente por eso, pienso que nosotros les debemos una especial atención. Quizá haya portugueses que lleguen a encontrar este sitio...y se animen a echar una manita.
Creo que, más o menos, hemos obtenido un bosquejo de lo que representó la pareja María-Fernando. Un elemento llamativo, por supuesto, fue la conexión familiar con Inglaterra a raíz del advenimiento al trono de Victoria I. Si os acordáis, María, aún niña, había pasado varios meses en Inglaterra durante el reinado de George IV, siendo lord Wellington el premier de turno. Los políticos dominantes en la escena política británica de aquel entonces, con Wellington a la cabeza, no habían querido apoyarla en su pretensión al trono porque acababa de encaramarse encima Miguel I, que parecía, tal vez, un candidato con mayor posibilidades de éxito. No obstante, la familia real británica sí había cumplimentado a María, a pesar de que ella juzgó muy humillante su etapa inglesa debido a la falta de un respaldo efectivo. George IV había sido amable. William duque de Clarence, el futuro William IV, también se había mostrado cortés, por no mencionar a su bondadosa esposa Adelaide. Y María había tenido ocasión de compartir algunos momentos deliciosos con Alexandrina Victoria de Kent, una "princesa a la espera". Alexandrina Victoria vivía en un entorno demasiado limitado, con unos confines firmemente establecidos por su madre, la duquesa viuda Victoria de Kent, bastante paranoica acerca de que sus familiares políticos pudiesen actuar contra los intereses de la chiquilla para favorecer los de un primo de ésta (George de Cambridge) que hubiese sido el heredero en caso de malograrse su prima. En fín, en resumidas cuentas, los fuertes recelos, las sospechas constantes, de Victoria de Kent, provocaron escenas lamentables en la familia y mantuvieron a su hija Alexandrina Victoria en un triste aislamiento. Así que las reuniones de Alexandrina Victoria con María habían sido motivo de gran alegría para ambas. Años después, María aún recordaba el orgullo con el que Alexandrina Victoria le había mostrado su colección de muñecas, pulcramente ataviadas con trajes de época.
Los años habían pasado. María se había casado en segundas nupcias con Fernando, un primo hermano de aquella Alexandrina Victoria que, después, se transformaría en Victoria I. Para rematar la faena, ajustándose a los designios del tío Leopold de Bélgica, Victoria I se enamoró apasionadamente de Albert de Saxe-Coburg-Gotha, que era su primo carnal, sí, pero, a la vez, otro primo carnal de Fernando. Fernando gozaba del afecto y la estima tanto de Victoria como de Albert.
Así se explica, por ejemplo, la presencia en la Royal Collection de numerosos retratos de los hijos de María y Fernando. Para nuestro caso, lo que nos interesa es esta bonita miniatura realizada por Guglielmo Fajia:

La preciosa niña rubia es Antonia. Sí, Antonia, la protagonista de nuestro tema. Tenía que acabar centrando el relato...¿no? Pues ya está, aquí la tenemos.
Recordad que Antonia nació en el Palacio das Neccesidades de Lisboa el 17 de febrero de 1845. Venía a ser la sexta criatura concebida y alumbrada por María en su segundo matrimonio con Fernando, pero, de los cinco vástagos anteriores, quedaban con vida cuatro cuando apareció en escena nuestra Antonia. Lo que ella se encontró fue con tres hermanos varones y una hermana. Pedro, el mayor, tenía entonces ocho añitos. Luis, duque de Porto, tenía siete años. Joao, duque de Beja, tenía tres años. La infanta María Ana contaba dos años de edad.
Antonia frisaba en los diecisiete meses en la época del nacimiento de su siguiente hermano, Fernando. Para cuando se agregó a la nursery el infante Augusto, resulta que a Antonia le faltaban apenas tres meses para alcanzar su tercer cumpleaños. Los últimos partos de doña María produjeron bebés muertos nada más nacer.
Poco antes, he querido reflejar, a partir de los hijos mayores, Pedro y Luis, una visión de María II en su papel de madre. Hemos podido comprobar que María se tomaba muy a pecho la educación de sus hijos. En su condición de reina, forzosamente tenía que entregar sus retoños a un sistema puramente palaciego en el que confluían nodrizas, ayas, gobernantas, preceptores, et. Pero ella estaba al corriente. Insistía en estar al corriente, de hecho. No deseaba que se le escapase ni un detalle concerniente a la formación de los niños. Y, simultáneamente, hemos observado que se dedicaba a imbuír en sus hijos el sentimiento de formar parte de un grupo. Para María, figuraba entre sus prioridades que sus hijos forjasen relaciones basadas en el afecto, sólidas, perdurables.
La propia María había sufrido en sus carnes lo que significaba pertenecer a una familia dividida. En la generación anterior, la de su padre y sus tíos, se habían producido graves disensiones, con el telón de fondo de una lucha a brazo partido por el trono. Ella misma había perdido de vista demasiado pronto a sus hermanos. Había estado ausente de Brasil durante una larga temporada, coincidiendo con la etapa en que la habían mandado "a completar su período educacional" en Viena pero que había derivado en que se había tenido que aguantar con una estancia penosa en Inglaterra porque su tío y prometido esposo le había usurpado el trono, previsiblemente en connivencia con la corte austríaca. Cuando María había retornado a Brasil, en su condición de "Reina de Portugal" le habían preparado una casa propia, una mansión cercana a la Quinta da Boa Vista que enseguida fue denominada Palacete da Rainha. Por supuesto, veía a sus hermanas y a su hermano, pero ya no compartía el mismo techo con ellos. Y, por añadidura, María había partido hacia Francia a finales de 1831, con su padre, Pedro, dispuesto a conquistarle el reino usurpado, y con su madrastra, embarazada en aquel entonces. Los hermanos de María se habían quedado en Río. La imagen que tenía María guardada en la memoria correspondía a una Januária de nueve años, una Paula Mariana de ocho años y una Francisca Carolina de siete años, aparte de un Pedro de seis añitos. Paula Mariana se había muerto prematuramente en 1833, con diez años. María no asistió al crecimiento de Januária, de Francisca Carolina ni de Pedro. Obviamente, los vínculos se diluían con la separación y la enorme distancia física entre ellos.
Tenía más contacto con su medio hermana María Amelia, la hija de su madrastra y efímera cuñada Amelie. Pero la diferencia de edad establecía la pauta de la relación. María Amelia era una niñita entretenida en jugar a las muñecas cuando su medio hermana María ya estaba viuda de Augusto de Leuchtenberg o casándose en segundas nupcias con Fernando de Saxe-Coburg-Gotha. Cuando María dió a luz a Pedro, su primogénito, María Amelia se convirtió en tía con apenas seis años de edad. Evidentemente, María Amelia íba a estar más cercana a sus sobrinos.
Con esos antecedentes, se entiende fácilmente el empecinamiento de María en que sus retoños creciesen compartiendo el mismo espacio y las mismas experiencias, para que se forjasen lazos de unión duraderos. Y, en ese aspecto, hay que reconocer que triunfó plenamente.