Jajajaja. Riccardo, eres más majo que las pesetas

En cualquier caso, Ferdinand Saxe-Coburg-Gotha, de la rama Koháry de la familia alemana, sí fue un candidato promovido desde Bélgica pero rápidamente apoyado por Inglaterra. El quid de la cuestión es un hombre de notable talla política y gran ambición personal: Leopold I, rey de Bélgica desde 1831.
Cuando Bélgica había optado por segregarse del reino de los Países Bajos para conformar una nación independiente, había surgido una importante marejada política a escala continental. Obviamente, el rey de los Países Bajos, Willem II de Orange, casado con la gran duquesa rusa Anna Paulovna, no se tomó a bien que los belgas le hiciesen un corte de mangas; insistía en que se trataba de una indigna sublevación y en que la sometería por las buenas o por las malas. Pero las potencias estaban más o menos de acuerdo en que surgiese la nación belga y en que se consolidase como una monarquía, con una dinastía propia. Había que encontrarles un rey que agradase a todas las naciones que debatían el futuro belga. Al menos, un rey que suscitase un mínimo consenso, que ninguno de los interesados rechazase de plano.
Se llevaría el gato al agua Leopold de Saxe-Coburg-Gotha. Oriundo de uno de aquellos pequeños ducados germánicos, pertenecía a un linaje no particularmente destacado dentro del amplísimo repertorio de familias principescas. Pero la madre de Leopold, nacida condesa, convertida en princesa por matrimonio, era una mujer considerablemente astuta y ambiciosa. Supo moverse con gran habilidad entre los intrincados vericuetos políticos de la época, un conocimiento que transfirió a sus hijos y, en particular, al que juzgaba más brillante de todos ellos: Leopold. El gran golpe de Leopold había sido casarse con Charlotte Augusta, princesa de Gales, única hija y heredera legítima del rey George IV de Inglaterra en su desastroso matrimonio con Caroline de Brünswick. Leopold y Charlotte, establecidos en el delicioso palacete de Claremont, en Surrey, conformaron una pareja extraordinariamente romántica; los dos parecían genuínamente embelesados el uno con el otro, lo que reforzó la notable popularidad de la princesa de Gales. Los británicos depositaban enormes esperanzas en ese tándem Leopold-Charlotte Augusta. Por eso fue un mazazo colosal que Charlotte Augusta muriese después de un primer parto tremendamente duro, prolongadísimo y plagado de dificultades, que produjo un varón de enorme tamaño pero sin un hálito de vida. El duelo de los británicos fue excepcionalmente intenso.
Los ingleses tuvieron a bien rodear de un sincero aprecio a Leopold, el desconsolado viudo. El acuerdo prenupcial, bendecido en el Parlamento, permitía que Leopold siguiese disfrutando de la propiedad de Claremont y de una renta anual sencillamente magnífica. Pero lo importante era que los ingleses le tributaban su aprecio. Recordaban que había sido un marido devoto y fiel para la malograda Charlotte Augusta. Que el padre de la finada Charlotte Augusta, George IV, apenas soportase a su yerno Leopold, suponía una ventaja adicional para Leopold. A esas alturas, George IV no gozaba de excesivo cariño entre sus súbditos, así que les gustaba tocarle las hannoverianas narices manifestando simpatía por el yerno indeseado, Leopold.
De otros temas, recordaréis que la muerte de Charlotte Augusta originó la "gran carrera matrimonial" en Inglaterra. George IV se había quedado sin heredero directo. Sus hermanos aún solteros -de hecho solterones recalcitrantes...- fueron presionados inmediatamente por el mismísimo Parlamento, aparte de por el rey George IV. Debían renunciar a sus amantes de décadas para casarse con princesas protestantes y procrear una generación de potenciales herederos de la dinastía hannoveriana. El futuro dependía de esos enlaces.
Leopold jugó su papel en ese delicioso vodevil. Apostó por uno de los hermanos de George IV, el duque de Kent. Y le orientó en dirección a una de las hermanas de Leopold, Victoria de Saxe-Coburg. Era la viuda de un príncipe de Leiningen, de quien le habían quedado dos hijos pequeños, un niño y una niña. No se trataba, por tanto, de una muchachita virginal cuya fertilidad fuese una incógnita a despejar, sino de una mujer hecha y derecha que había probado su capacidad no sólo para concebir, sino para llevar a feliz desenlace sus gestaciones. Que Victoria se convirtiese en la flamante duquesa de Kent reforzó la implicación inglesa de Leopold, en particular a raíz de que ella diese a luz a una niña llamada Alexandrina Victoria.
Hacia 1830, Leopold era un hombre estupendamente situado. Seguía ejerciendo una considerable influencia en su hermana Victoria de Kent, lo que le convertía en una presencia asidua en el palacio de Kensington. Eso le permitía representar un papel destacado en la vida de Alexandrina Victoria, destinada a convertirse en un futuro no lejano en reina de Inglaterra. Porque a George IV le sucedió su hermano William IV, casado con la adorable Adelaide de Saxe-Meiningen, que había tenido varias niñas muertas en la tierna infancia. Cuando falleciese William, la falta de descendencia de Adelaide haría que el trono perteneciese a la sobrinita Kent. Leopold ya se imaginaba desarrollando entre bambalinas un rol destacado en el reinado de Victoria. Simultáneamente, él seguía con gran interés la evolución de los hijos de sus hermanos, Ernest I duque de Saxe-Coburg y Ferdinand, que se había casado con la riquísima princesa húngara Antonia de Koháry, transformándose, merced a esa boda, en uno de los más destacados magnates de Centroeuropa. Leopold hacía combinaciones mentales acerca del eventual futuro matrimonio de su sobrina Victoria desde que ella era una criatura. Los hijos de Ernest I, Ernest y Albert, eran sus candidatos preferidos.
Resumiendo: en el año 1831, George IV se había muerto y William IV era el rey, con Victoria de heredera y Leopold soñando en Claremont con que, en su momento, sabría manejar la situación para que la que íba a reinar se casase con uno de los primos de Coburg. Y ahí aparece Bélgica, una nación nueva que necesitaba un rey. Candidatos había, por supuesto. Uno de los más destacados era Louis duque de Nemours, segundo hijo varón del rey Louis Philippe de Francia. A Inglaterra no le interesaba en absoluto que un hijo del rey de Francia se convirtiese en rey de Bélgica, tratándose de dos países limítrofes. Había que presentar un candidato más apropiado para los intereses británicos. George IV se hubiera enrabietado al punto de roer el suelo con los dientes si hubiese tenido que favorecer en ese sentido a su yerno Leopold. William IV, en cambio, no detestaba con tal fervor a Leopold, aunque su mujer, Adelaide, tenía serias reservas hacia éste. Pero lo sustancial era que el primer ministro Lord Palmerston apreciaba y admiraba a Leopold. Lord Palmerston inclinó la balanza enseguida.
Al ascender al trono de Bélgica, Leopold I contó con el respaldo de Lord Palmerston para afrontar la guerra con Holanda, pues Willem II, el Orange al que los belgas habían mandado a preparar gauffres, no estaba por la labor de aceptar mano sobre mano esa evolución de los acontecimientos. Asimismo, Leopold I tuvo la inteligencia de ganarse la simpatía de Francia solicitando a Louis Philippe la mano de la mayor de las hijas de éste, la princesa Louise Marie, rubia y cándida. En un lapso de tiempo relativamente muy corto, Leopold se afianzó en el trono belga asesorado por su consejero aúlico, el barón Stockmar, a quien llamaba
"mon soutien et mon ami". Pero la ambición de Leopold no estaba colmada, más bien al contrario. Ahora que él había llegado a ser rey de los belgas, estaba decidido a seguir trabajando para que otros miembros de su casa de orígen se colocasen en distintos países europeos. Victoria, la chiquilla de los Kent, era su mayor esperanza de futuro, pues sería la soberana de una gran potencia. Pero había que proveer también para el resto de sobrinos, dejando de momento al margen a los hijos de Ernest, a quienes guardaba para ofrecérselos a Victoria cuando fuese menester.
El avezado Leopold captó al vuelo la oportunidad que representaba Portugal cuando tuvo conocimiento de que la reina adolescente María II había perdido a los dos meses de su boda el marido que le habían designado, Augusto de Leuchtenberg. Era evidente que los portugueses no le permitirían ser viuda durante demasiado tiempo. Habría prisas por casarla de nuevo. Enseguida se habló de dos príncipes franceses: Louis duque de Nemours o su hermano François príncipe de Joinville. Esos candidatos destacaban sobre otros eventuales maridos: el archiduque austríaco Albrecht o el príncipe saboyano Eugenio de Carignano. Evidentemente, Leopold sabía que en Inglaterra no hacía ni pizca de gracia que Louis Philippe estuviese promoviendo a su hijo Nemours o a su hijo Joinville. La tradicional influencia inglesa en Portugal podía verse seriamente menoscabada si empezaba a meter cuña Francia. Aunque Leopold era por entonces yerno de Louis Philippe, cuñado de Nemours y de Joinville, terció sugiriendo a Lord Palmerston -aún premier- que tuviese en cuenta a uno de sus sobrinos Saxe-Coburg-Gotha de la rama Koháry: Ferdinand. Ferdinand contaba diecinueve años, la edad perfecta para desposar a una viuda de dieciséis. Era un mozo de considerable apostura, inteligente, cultivado, con talento artístico y marcadamente liberal.
Cuando el conde de Lavradio, de visita en Londres precisamente para hablar francamente con Lord Palmerston del apuro en el que se hallaba buscando un marido aceptable para María II, se encontró con el premier, éste le mencionó enseguida a Ferdinand de Saxe-Coburg-Gotha. Lavradio aceptó rápidamente esa alternativa ofrecida por Leopold I de Bélgica. No tardó en pasarse por Bruselas, dónde se le sumó Stockmar, el consejero aúlico de Leopold.
Juntos, Lavradio y Stockmar tomaron el camino a Coburg, a vencer las cautelas del padre de Ferdinand, también llamado Ferdinand, un tipo mesurado en extremo y absolutamente circunspecto que no hubiera apostado ni un penique por la estabilidad del trono portugués, razón por la cual no estaba por la labor de mandar a su hijo a ese lejano país europeo. Lavradio tuvo que ser persistente, asegurando que Ferdinand, al casarse con María, se elevaría al rango de infante de Portugal, con el título de duque de Braganza; pero cuando tuviesen el primer hijo común, se transformaría en rey consorte de Portugal. Simultáneamente, Lavradio había asegurado que Ferdinand recibiría exactamente los mismos cargos que se habían conferido al difunto Augusto de Leuchtenberg. Al igual que Augusto, Ferdinand tendría un escaño en la Cámara Alta, desde dónde podría intervenir en la vida política, y, desde luego, el bastón de comandante en jefe del ejército. A Ferdinand padre le pareció estupendo...siempre y cuando Inglaterra GARANTIZASE el cumplimiento de eas cláusulas.
Arreglado el asunto, Ferdinand hijo fue convocado de inmediato a Bruselas. El tío Leopold era plenamente consciente de la importancia de preparar para semejante papel a Ferdinand, un chico de excelentes cualidades, pero completamente inexperto. Durante días y días, Leopold dedicó una considerable cantidad de tiempo a aleccionar a Ferdinand. En principio, el chico íba a llevar consigo a Lisboa a su maduro preceptor alemán, Dietz; pero Leopold insistió en que también le acompañaría un hombre que sería para Ferdinand un nuevo Stockmar: se llamaba Sylvain van de Weyer. En realidad, esas provisiones denotan la arrogancia de Leopold I. Estaba seguro de que su sobrino sabría manejarse perfectamente en un país que le era completamente ajeno, con una historia reciente extremadamente convulsa, siempre que siguiese al pie de la letra sus instrucciones (remitidas en profusas cartas) y los dictados de van de Weyer (un belga que sabía tanto de los portugueses como de los rituales de cortejo y apareamiento de los koalas australianos, o sea, nada).
Completado el "entrenamiento" en Bruselas, Ferdinand viajó a París. Louis Philippe había retirado las candidaturas de sus hijos en cuanto su yerno Leopold había ofrecido un sobrino. Pero había que evitar que quedasen pequeños resquemores. Ferdinand cumplimentó adecuadamente a Louis Philippe, que le deseó suerte con bastante sinceridad. Luego, Ferdinand se dirigió -¡cómo no!- a Inglaterra.
Su tía Victoria, duquesa viuda de Kent, le recibió con alborozo. Su prima Victoria, princesa heredera, estaba encantada con él. El 29 de marzo de 1836, la princesa Victoria se explayó en una larga carta a su tío Leopold de Bélgica acerca del "beloved Ferdinand". No cabía duda, señalaba, de que el joven causaría una excelente impresión a los portugueses, por su sencillez y sus maneras agradabilísimas; los ingleses le habían elogiado con entusiasmo a cuenta de ese carácter complaciente y ella confiaba en que lo mismo sucedería con los portugueses. Finalizada la estancia en Inglaterra, Ferdinand embarcó rumbo a Lisboa: su boda con María estaba pevista para el día 8 de abril de 1836.