No íba a ser fácil, aparte de que era una empresa cara. Hubo instantes de evidente tensión, que se cobraron su tributo en la salud de Pedro.
A
modo de ejemplo: Amelie se puso de parto en París, el 30 de noviembre de 1831. Aparte de la muy natural preocupación de Pedro acerca de si Amelie saldría bien parada del alumbramiento, resultaba que había surgido cierta inquietud política en torno a ese natalicio en el Brasil.
Los brasileños tenían un emperador, Pedro II, de SEIS AÑOS de edad. Por demás, no sólo era un niño, sino un niño con sus problemas de salud: acababa de superar una primera infancia plagada de virulentos accesos de fiebre con convulsiones. Podía malograrse antes de la pubertad o en la adolescencia. Y aún en el caso de que superase esas etapas en las que las tasas de mortalidad eran muy elevadas, resultaba que faltaban años y años antes de que se pudiese pensar siquiera en buscarle una esposa de rango adecuado para que ambos asegurasen el relevo generacional.
Si Pedro II moría prematuramente...¿quien le sucedería?.
Brasil no impedía el acceso al trono de las mujeres, pero otorgaba prevalencia a los hombres. Si Amelie ponía en el mundo un hijo varón, ese bebé se convertiría, automáticamente, en el presumible heredero de su medio hermano de seis años, el emperador Pedro II. Obviamente, a los brasileños les parecía muy enojosa la idea de que ese eventual príncipe heredero fuese a nacer no en territorio brasileño, sino en la capital francesa.
Quizá para Pedro fuese un alivio que el médico mulato de la ex emperatriz hiciese saber que doña Amelie había tenido no un hijo, sino una hija. Centrándonos sólo en su descendencia legítima, don Pedro contaba con cuatro hijas: María, Januária, Paula Mariana y Francisca Carolina. La nueva infanta, que se llamaría María Amelia Augusta Eugénia Josefina Luísa Teodolinda Heloísa Francisca Xavier de Paula Micaela Gabriela Rafaela Gonzaga, acortado en María Amelia, ocuparía una posición escasamente destacada en la línea sucesoria.
La llegada de María Amelia fue la excusa perfecta para que Pedro congregase a todos los brasileños residentes en París a un banquete en Chateau Meudon, porque, por añadidura, se daba el caso de que al día siguiente cumpliría siete años en Río el emperador Pedro II. Pedro presidió la mesa solo, pues Amelie se hallaba, lógicamente, en cama. Hubo brindis por el emperador Pedro II, pero, en especial, por María Amelia y, después, por las princesas Januária, Paula Mariana y Francisca Carolina, que habían permanecido en Río con su hermanito Pedro II. Entre tanto cruce de brindis, Pedro debió sucumbir finalmente al nerviosismo que había acumulado en su interior en los meses precedentes: se sintió mareado y hubo de abandonar la sala para irse a su alcoba. Por la mañana, aún se lamentaba amargamente de que padecía náuseas y de que, si intentaba levantarse del lecho, le acometían accesos de vértigo: aún así, hubo de extraer fuerzas de flaqueza, porque el rey Orléans, Louis Philippe, había anunciado que les visitaría con su esposa, la reina Amelie, así como varios de sus hijos. Después de cumplir sus obligaciones de anfitrión, Pedro regresó a la cama. Hasta pasados cinco días no tuvo arrestos para levantarse. Cuando se levantó, se dirigió a las Tuilleries de París, a devolver la visita a los reyes de Francia.
El 11 de diciembre, Pedro estaba otra vez metido hasta las cejas en asuntos políticos. Los créditos obtenidos le habían permitido iniciar un reclutamiento de soldados mercenarios en Inglaterra, mientras que ya disponía de una serie de buques de guerra, con sus correspondientes tripulaciones, fondeados en Belle Isle. Londres había mostrado ciertas reticencias iniciales, pero, a la postre, habían determinado no ponerle objecciones e incluso ofrecerle apoyo. Los buques trasladarían a los mercenarios británicos de Belle Isle a las Azores: allí aguardaban soldados portugueses, tropas que habían jurado defender una monarquía constitucional y liberal encarnada en la reina María II.
Pedro mismo les acompañaría: en eso, nunca tuvo dudas. El 25 de enero de 1832, se despidió cariñosamente de Amelie, todavía no enteramente repuesta del parto. También besó a la pequeña María Amelia, así como, de manera especialmente calurosa, a sus hijas María, la reina de Portugal, e Isabel María, duquesa de Goiás.
Aquí os he sorprendido...¡lo sé!.
Quizá os acordéis de que Isabel María, la hija de Pedro con Domitília, había tenido que abandonar el recinto del palacio de Boa Vista en vísperas de la llegada de Amelie a Brasil. Los Leuchtenberg habían sido meridianamente claros: Amelie sería una madrastra amorosa y protectora hacia los hijos legítimos de Pedro, los huérfanos de Leopoldina, pero por nada del mundo aceptarían la presencia en palacio de los bastardos de sus favoritas. Así que, apesadumbrado, Pedro había tenido que ordenar que llevasen a la duquesita de Goiás a Niteroi. Allí había permanecido hasta que, en noviembre de 1829, había embarcado en Río de Janeiro en dirección a Brest, en la Normandía. De Brest había viajado a París. Un distinguido brasileño residente en la capital francesa, José Marcelino Gonçalves, se había ocupado de inscribir a la chiquilla en el prestigioso colegio del Sacré Coeur. Desde luego, íba a recibir una educación esmerada, acorde con el tratamiento de Alteza que tiempo antes le había otorgado su imperial padre.
El caso es que, al llegar a París Pedro, Amelie y María en noviembre de 1831, el ex emperador sintió el deseo de ver a su hija Isabel María duquesa de Goiás. Ya había cumplido siete años...y se trataba de una niña encantadora, de aspecto delicado y naturaleza sensible. Para don Pedro, que no habréis olvidado que era un excelente músico, capaz de componer y de interpretar partituras en una amplia variedad de instrumentos, fue un motivo de regocijo el talento como pianista de la muchachita. Pedro confiaba en que Amelie no podría negarse, en adelante, a la presencia de esa muñeca. A fín de cuentas, Amelie ya había demostrado, con los hijos de Leopoldina, que ella era una de esas personas adultas dotadas de una extraordinaria facilidad para establecer relaciones cálidas y afectuosas con los niños. Amelie, efectivamente, se enterneció con Isabel María. Y ella se encargó de que María da Gloria pudiese, por fín, tratarse con naturalidad con su medio hermana Isabel María. Las dos congeniaron mucho mejor, y mucho más rápido, de lo que hubiera podido suponerse.
Así que María, nuestra María, se quedó en París a cargo de su madrastra Amelie, en compañía de sus medio hermanas Isabel María y María Amalia. Aunque en los meses siguientes en Chateau Meudon se respiraba una atmósfera de desasosiego porque Pedro estaba en las Azores preparándose para entrar en guerra con Miguel, no cabe duda de que, en gran medida, Amelie consiguió que las niñas María e Isabel María (María Amalia, todavía bebé, permanecía ajena a todo...) obtuviesen de ella el apoyo emocional suficiente para encarar la situación.
No voy a embarullar el relato con una extensa descripción de la campaña bélica. Resumiendo a lo estrictamente necesario: Pedro estuvo muy ocupado en las Azores durante varios meses, desarrollando una intensa actividad política mientras sus tropas conformaban un grupo homogéneo, con un entrenamiento durísimo que les puso a todos al mismo nivel. Un hecho destacado fue la abolición de la esclavitud en las Azores. Pedro nunca había entendido la esclavitud, encontraba absolutamente inhumana y cruel esa degradación de seres humanos por el mero hecho de tener distinto color de piel. En Brasil, no obstante, no se había atrevido a decretar el fín de la esclavitud, pues se hubiese puesto en contra a toda la oligarquía que le había apoyado en el proceso de independencia respecto a Portugal y en la constitución del Imperio. Pero en las Azores, dió rienda suelta a sus sentimientos, aparte de que el hecho tenía un claro valor político: estaba clamando a los cuatro vientos que no sólo quería para los portugueses una monarquía constitucional, sino una monarquía constitucional de sesgo liberal. Poco a poco, su ejército alcanzó el grado necesario de competencia bélica. En Lisboa, Miguel tenía razones para preocuparse: había concentrado casi todo su ejército en los alrededores de la capital, pero hubo de situar rápidamente una fuerza considerable en Porto, porque enseguida se percibió que el desembarco de Pedro con sus tropas se verificaría en esa ciudad lusa. Tenía sentido, pues en Porto los constitucionalistas formaban un sector de población numeroso, y, aunque hubiese trece mil soldados, muchos de ellos estaban predispuestos a cambiar de bando en cuanto Pedro apareciese en escena procedente de las Azores. Efectivamente, Pedro realizó una entrada triunfal en Porto. Pudo instalarse en un tiempo récord, lanzando un Manifiesto a los portugueses en el que les conminaba a agruparse en torno a las banderas de la legítima reina, ofreciéndoles a cambio:
"paz, reconciliación y libertad".
Pedro no estaba únicamente para dirigir las operaciones; también quería inspirar a los suyos exhibiendo un notable coraje en los campos de batalla. La guerra civil no fue breve y -como suele ocurrir de manera particularmente acusada en esa clase de enfrentamiento- estuvo plagada de episodios de gran dureza. A decir verdad, no se entró en la fase decisiva hasta la primavera de 1834. Inglaterra y Francia ya se habían posicionado claramente a favor de María, en tanto que la España de la reinecita Isabel II, sujeta a la regencia de su madre María Cristina, se mostró dispuesta a enviar tropas en ayuda de Pedro porque, a fín de cuentas, había que ser solidarios. Isabel, en España, era cuestionada por su tío Carlos María Isidro, pretendiente legitimista y tradicionalista a ultranza. Había un notable paralelismo con la situación de María, cuyo padre debía defender sus derechos a la corona frente a un tío de la niña, igualmente legitimista y tradicionalista a ultranza. Eran dos conceptos de la monarquía y de la estructura social que estaban colisionando.
La batalla de Asseiceira inclinó la balanza definitivamente a favor de Pedro. El 26 de mayo de 1834, la suerte estaba echada, de
modo que los liberales petrinos y los absolutistas miguelinos se vieron las caras en la pequeña ciudad de Évoramonte para firmar una convención. Miguel se resignaba a ceder la corona y a salir hacia el exilio, pero, a cambio, los liberales se comprometían a que recibiría una generosa pensión anual, garantizando, asimismo, que ninguno de los que habían apoyado a aquel efímero soberano sufrirían persecución ni represalias. Los liberales no cargarían contra los absolutistas, no habría vencedores cebándose en los vencidos, pero Miguel pagaría la factura por haber roto los viejos compromisos con Pedro. Tuvo que ser muy duro para Miguel entregar formalmente las joyas de la corona antes de embarcarse en el puerto de Sines el 1 de junio de 1834. Un navío le llevó a Génova, desde dónde iría a Roma para ser recibido en el Vaticano; más tarde, decidiría instalarse en Austria.