Guillem IX de Aquitania, excelente poeta y compositor, ha pasado a la historia con el sobrenombre de "El Trovador". Pero, a decir verdad, también hubiera podido pasar con los de "El Tempestuoso", a juzgar por los berenjanales en los que se metía constantemente: en particular, mantuvo varios sonados conflictos con la Iglesia. Su vida privada, acorde con su vibrante y enrevesada personalidad, estuvo plagada de episodios que parecen inverosímiles...
Empezó yendo por "el buen camino", desde un punto de vista dinástico. A los dieciséis años se había comprometido y casado con Ermengarde de Anjou, hija de otro aristócrata verdaderamente significativo en esa área geográfica: Fulques IV de Anjou. Ermengarde, concebida en el primer matrimonio de Fulques, con la piadosa Hildegarde of Baugency, tuvo una interesante sucesión de madrastras debido a la prematura muerte de su madre. La primera y la segunda madrastras, llamadas respectivamente Ermengarde de Bourbon y Orengarde de Chatellailon, estuvieron, cada una de ellas, casadas cinco años con el bizarro conde Fulques antes de verse repudiadas (la diferencia radicaba en que, en el caso de Ermengarde, el expeditivo rechazo de su marido la privó asimismo de la tutela del niño que habían engredado juntos, Geoffroi Martel). La tercera madrastra, Bertrade de Montfort, una dama soberbia y aguerrida, tenía fascinado a Fulques, a quien ofreció un hijo varón, también bautizado Fulques (le llamaremos Fulk, para diferenciarle del padre). Luego, en un sorprendente giro del destino, Bertrade sedujo por completo al rey Philippe I de Francia, casado con Bertha de Holanda.
La adolescente Ermengarde asistió, maravillada, a aquel escándalo monumental. Bertrade abandonó a Fulques, que pareció enloquecer de rabia, para marcharse con su rey Philippe, quien, entretanto, aseguraba que haría anular su boda con la pobre Bertha de Holanda bajo el pretexto de que ella estaba "demasiado gordinflona". Mientras Fulques se preparaba a seguir el viejo adagio de "la mancha de mora con otra se quita" negociando un quinto matrimonio con Mantie de Brienne, también había arreglado la boda de su única hija Ermengarde con Guillem IX de Aquitaine.
En conjunto, Ermengarde era una auténtica belleza. Los coetáneos solían describirla en términos no menos elogiosos que los dedicados a la más célebre de sus cuatro consecutivas madrastras, Bertrade de Montfort. Guillem, que admiraba la hermosura, se sintió pasmado ante el maravilloso aspecto de su novia angevina, un deleite para los ojos de cualquier varón. Pero chocaron los caracteres de ambos. Por muy bonita que resultase la esposa obtenida en el chalaneo matrimonial de la época, Guillem no se privaba de "honrar" ni menos aún de "festejar" a otras mujeres de su fabulosa corte aquitana. Ermengarde, de temperamento voluble e inestable, reaccionó ante esa humillación protagonizando sonadas fugas: desaparecía de sus castillos, buscaba asilo en un convento, permanecía sorda a cualquier llamamiento de reconciliación de su marido y, cuando le placía, volvía para interpretar una entrada triunfal en la corte (algo que restañaba las profundas heridas en su orgullo al menos durante un tiempo).
Cuadro pre-rafaelita: La Belle Dame Sans Merci, de Sir Francis Dicks. Así me imagino a Ermengarde de Anjou y Guillem IX de Aquitania...
Al final, la pasión entre los esposos se había consumido y las escenas apoteósicas se habían convertido en algo demasiado fatigoso para Guillem. Si al menos Ermengarde hubiese concebido un hijo, un ansiado heredero, él hubiera aguantado, pero sin niños no había ninguna razón para perpetuar aquel desastroso matrimonio. Guillem devolvió a Ermengarde al padre de ésta, Fulques de Anjou, quien, desde luego, no se lo tomó precisamente a bien (aunque él mismo había repudiado a no menos de tres esposas para entonces: una cosa es lo que uno hace, otra cosa lo que le hacen a la hija de uno...).
Para segunda esposa, Guillem volvió a elegir con sagacidad política. Dirigió la mirada hacia el sur, dónde se enclavaba el prestigioso y rico condado de Toulouse. Allí había una mujer que podía convenirle: la condesa Philippa, hija de Guillaume IV de Toulouse y su esposa Emma de Mortain, perteneciente a la familia de los duques de Normandía. En realidad, hay cierto misterio rodeando la figura de Philippa en los años de su primera juventud, anteriores a su compromiso con nuestro Guillem IX de Aquitania. El misterio proviene de la etapa en que el padre de Philippa, el conde Guillaume IV, ya viudo de la normanda Emma, decidió lavarse de la conciencia sus muchos pecados (entre los que se incluía haber procreado un hijo bastardo con su medio hermana Adelaide...) marchando en peregrinación a Tierra Santa. En teoría, Philippa era su legítima heredera, aunque debido a su sexo femenino el padre la dejó bajo la tutela y regencia de un tío paterno, Raymond de Toulouse. Pero Raymond aspiraba a conservar el poder para sí mismo alejando a la sobrina, de forma que la habría casado con el rey Sancho Ramírez de Navarra. Cuando Sancho Ramírez falleció prematuramente, se supone que Philippa habría regresado a Toulouse contando con hacerse cargo de su territorio ya que a esas alturas se sabía que su padre el conde Guillaume había muerto en la lejana Tierra Santa; pero la mujer se encontró con que los tolosanos habían otorgado el título a su ambicioso tío Raymond. ¿La alternativa plausible a esa situación, para una viuda con excelente dote? Casarse con alguien capaz de reinvidicar los derechos de la esposa. El hombre escogido fue Guillem IX de Aquitania.
Así las cosas, esa boda de Guillem con Philippa tampoco resultó afortunada. A diferencia de Ermengarde, Philippa sí se embarazó y puso en el mundo dos varones -Guillem, futuro Guillem X- y Raymond, así como una fémina -Agnes de Poitou-. Pero si bien en ese sentido Guillem no podía echarle nada en cara a su consorte occitana, él fue cada vez más dado a enlazar distintas aventuras erótico-sentimentales. En una ocasión, a su regreso de un largo periplo por su Toulouse natal, Philippa se encontró con que el marido había tenido la ocurrencia de instalar en el castillo de Poitiers a su última conquista: la vizcondesa Dangereuse de Châtellerault, a la que "había raptado" con el consentimiento expreso de la dama. Dangereuse había dejado atrás un marido, el vizconde de Châtellerault, Aimery I de Rochefoucauld.
La Bola de Cristal, obra del retrato pre-rafaelita John Waterhouse. Me recuerda a Philippa de Toulouse: una mujer a solas, tratando de encontrar un camino hacia el futuro...
Esa situación se le hizo insoportable a Philippa. Con el corazón hecho añicos y el orgullo todavía en peor estado, abandonó la corte para dirigirse a la abadía de Fontevrault. Por una de esas ironías de la historia, allí coincidiría con la primera mujer de Guillem, Ermengarde de Anjou, que también había acabado por tomar los velos de religiosa. Ermengarde y Philippa pasaban mucho tiempo juntas, lamentándose del maltrato al que las había sometido Guillem, ese mujeriego incorregible que no dudaba en hacer ostentación de sus sucesivas amantes. Las dos compartían el rencor hacia Guillem y el odio hacia Dangereuse, que había "usurpado" el puesto de Philippa obligándola a buscar asilo conventual para salvar su dignidad. Philippa murió muy pronto, probablemente de tuberculosis, dejando a su amiga Ermengarde decidida a tomarse la revancha: de repente volvió a salir a la luz, reclamando su condición de primera mujer divorciada contra su voluntad de Guillem IX, con lo que pretendía ocupar de nuevo su posición en la corte y expulsar de la torre Maubergeonne a Dangereuse.