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Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)
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Autor:  sabbatical [ 03 Abr 2017 21:22 ]
Asunto:  Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)

Una historia de España (LXXXIII)
03 Abr 2017/ARTURO PÉREZ-REVERTE / España, Patente de corso

Visto en general, y en eso suelen coincidir los historiadores, el franquismo tuvo tres etapas: dura, media y blanda. Algo así como el queso curado, semicurado y de Burgos, más o menos. Conviene aquí repetir, para entendernos mejor, que aquel largo statu quo postquam –o como se diga– de cuatro décadas no fue, pese a las apariencias, un gobierno militar ni una dictadura de ideología fascista; entre otras cosas porque Franco no tuvo otra ideología que perpetuarse en un gobierno personal y autoritario, anticomunista y católico a machamartillo; y al servicio de todo eso, o sea, de él mismo, puso a España marcando el paso. Naturalmente, el hábil gallego nunca habría podido sostenerse de no gozar de amplias y fuertes complicidades. De una parte estaban las clases dominantes de toda la vida: grandes terratenientes, alta burguesía industrial y financiera (incluidas las familias que siempre cortaron el bacalao en el País Vasco y Cataluña), que veían en el nuevo régimen una garantía para conservar lo que años de turbulencia política y sindical, de república y de guerra, les habían arrebatado o puesto en peligro. A eso había que añadir una casta militar y funcionarial surgida de la victoria, a la que estar en el bando vencedor hizo dueña de los resortes sociales intermedios y aseguró la vida. Paralela a esta última surgió otra clase más turbia, o más bien emergió de nuevo, siempre la misma (esa podredumbre eterna, tan vinculada a la puerca condición humana, que nunca desaparece pues se limita a transformarse, adaptándose hábilmente a cada momento). Me refiero a los sinvergüenzas capaces de medrar en cualquier circunstancia, con rojos, blancos o azules, aprovechándose del dolor, la desgracia o la miseria de sus semejantes: una nutrida plaga de estraperlistas, especuladores, explotadores y gentuza sin escrúpulos a la que nadie fusila nunca, porque suele ser ella quien está detrás, inextinguible, comprando favores y señalando entre la gente honrada a quien fusilar, real o metafóricamente hablando. Y al final de todo, en la parte baja de la pirámide, sosteniendo sobre sus hombros a grandes empresarios y financieros, funcionarios con poder, estraperlistas y militares, estaba la gran masa de los españoles, vencedores o vencidos, destrozados por tres años de barbarie y matanza, ansiosos todos ellos por vivir y olvidar –pocas ideas de libertad sobreviven a la necesidad de comer caliente–, pagando con la sumisión y el miedo el precio de la derrota, los vencidos, y con el olvido y el silencio los que se habían batido el cobre en el bando de los vencedores. Devueltos éstos últimos, sin beneficio ninguno, a sus sueldos de miseria, a sus talleres y fábricas, a la azada de campesino o el cayado de pastor; mientras quienes no habían visto una trinchera y un máuser ni de lejos se paseaban ahora entre Pasapoga y Chicote, fumándose un puro, llevando del brazo a la señora –o a la amante– con abrigo de visón.

Todo ese tinglado, claro, se apoyaba en un sistema que el Caudillo, para entonces ya también Generalísimo, situó desde el principio y con muy hábil cálculo sobre tres pilares fundamentales: un Ejército fiel y privilegiado tras la guerra, una estructura de Estado confiada a la Falange como partido único, y un control social encomendado a la Iglesia católica. El Ejército, encargado de borrar mediante consejos de guerra todo liberalismo, republicanismo, socialismo, anarquismo o comunismo, «apenas hubiera podido resistir una agresión exterior en toda regla, pero cumplió hasta el final con el cometido de mantener el orden interno», como apunta el historiador Fernando Hernández Sánchez. En cuanto a la Falange, purgada con mano implacable de elementos díscolos –que fueron perseguidos, represaliados y encarcelados–, era a esas alturas una organización dócil y fiel a los principios del Movimiento, léase a la persona del Generalísimo, que en las monedas se acuñaba «Caudillo de España por la gracia de Dios». Así que a sus dirigentes y capitostes, a cambio de prebendas que iban desde cargos oficiales hasta chollos menores pero seguros –un estanco o un puesto de lotería–, se encomendó el control y funcionamiento de la Administración. Con lo que todo español tuvo que sacarse, le gustara o no, un carnet de Falange si quería trabajar, comer y vivir. Y también, naturalmente, además de saberse el Cara al sol de carrerilla, debía demostrar en público que era sincero practicante de la religión católica, única verdadera, tercer pilar donde Franco apoyaba su negocio. Pero de la Iglesia hablaremos con más desahogo en el siguiente episodio de esta siempre –casi siempre– lamentable historia de España, la de los tristes destinos.

[Continuará].

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Publicado el 2 de abril de 2017 en XL Semanal.

Autor:  sabbatical [ 30 Abr 2017 22:48 ]
Asunto:  Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)

Una historia de España (LXXXIV)
30 Abr 2017/ARTURO PÉREZ-REVERTE / España, Patente de corso

Nacionalcatolicismo, es la palabra. Lo que define el ambiente. La piedra angular de Pedro fue el otro pilar, Ejército y Falange aparte, sobre el que Franco edificó el negocio. La Iglesia Católica había pagado un precio muy alto durante la República y la guerra civil, con iglesias incendiadas y centenares de sacerdotes y religiosos asesinados sin otro motivo que serlo; y su apoyo (excepto del de algunos curas vascos o catalanes, que fueron reprimidos, encarcelados y hasta fusilados discretamente, en algunos casos) había sido decisivo en lo que el bando nacional llamó cruzada antimarxista. Así que era momento de compensar las cosas, confiando a la única y verdadera religión la labor de pastorear a las descarriadas ovejas. Se abolieron el divorcio y el matrimonio civil, se penalizó duramente el aborto y se ordenó la estricta separación de sexos en las escuelas. Sociedad, moral, costumbres, espectáculos, educación escolar, todo fue puesto bajo el ojo vigilante del clero, que en los primeros tiempos –esas fotos da vergüenza verlas– incluía a los obispos saludando al Caudillo, brazo en alto, a la puerta de las iglesias. Hubo, justo es reconocerlo, prelados y sacerdotes que no tragaron del todo; pero la tendencia general fue de sumisión y aplauso al régimen a cambio de control escolar y social, privilegios ciudadanos, apoyo a los seminarios –el hambre y el ambiente suscitaron numerosas vocaciones–, misiones evangelizadoras, sostén económico y exenciones tributarias. Que no era grano de anís, y en la práctica un sacerdote mandaba más que un general (como dice mi compadre Juan Eslava Galán, «ser cura era la hostia»). Además, las organizaciones católicas seglares, tipo Acción Católica, Hijos de María y cosas así, constituían un cauce conveniente para que se desarrollara, bajo el debido control eclesiástico y político, una cierta participación en asuntos públicos; o sea, una especie de válvula de escape para quienes no podían expresar sus inquietudes sociales mediante la actividad política o sindical tradicionales, abolidas desde el fin de la guerra. El resultado de todo ese rociamiento general con agua bendita fue que la Iglesia Católica se envalentonó hasta extremos inauditos: duras pastorales contra los bailes agarrados, que eran invento del demonio, contra los trajes de baño y contra todo aquello que pudiera albergar o despertar pecaminosas intenciones. La obsesión por la vestimenta se tornó enfermiza, la censura se volvió omnipresente, lo del cine para mayores con reparos ya fue de traca, y los textos eclesiásticos de la época, con sus recomendaciones y prohibiciones morales, conforman todavía hoy una grotesca literatura donde la estupidez, el fanatismo y la perversión de mentes enfermas de hipocresía y vileza llegó a extremos nunca vistos desde hacía siglos: «El baile atenta contra la Patria, que no puede ser grande y fuerte con una generación afeminada y corrompida», afirmaba, por ejemplo, el obispo de Ibiza; mientras el arzobispo de Sevilla remataba la faena calificando lo de agarrarse con música como «tortura de confesores y feria predilecta de Satanás».

Naturalmente, la gran culpable de todo era la mujer, engendro del demonio, y a mantenerla en el camino de la castidad y la decencia, apartándola del tumulto de la vida para convertirla en ejemplar esposa y madre, se encaminaron los esfuerzos de la Iglesia y el régimen que la amparaba. Era necesario, según el Fuero del Trabajo, «liberar a la mujer casada del taller y de la fábrica». Ella, la mujer, era el eje incontestable de la familia cristiana; así que, para devolverla al hogar del que nunca debía haber salido, se anularon las leyes de emancipación de la República, destruyendo todos los derechos civiles, políticos y laborales que la habían liberado de la sumisión al hombre. La independencia de la mujer, su derecho sobre el propio cuerpo, el aborto, la sexualidad en cualquiera de sus manifestaciones, se convirtieron en pecado. Y el pecado se convirtió en delito, literalmente, vía Código Penal. Había multas y encarcelamientos por «conductas morales inadecuadas»; y a eso hay que añadir, claro, la infame naturaleza de la condición humana, siempre dispuesta a señalar con el dedo, marginar y denunciar –esos piadosos vecinos de entonces, de ahora y de siempre– a las mujeres marcadas por el oprobio y el escándalo (las que, para entendernos, no se ponían el hiyab de entonces, metafóricamente hablando). Por no mencionar, claro, la sexualidad alternativa o diferente. Nunca, desde hacía dos o tres siglos, se había perseguido a los homosexuales como se hizo durante aquellos tiempos oscuros del primer franquismo, y aún duró un buen rato. Nunca la palabra maricón se había pronunciado con tanto desprecio y con tanta saña.


[Continuará].
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Publicado el 30 de abril de 2017 en XL Semanal.

Autor:  sabbatical [ 16 May 2017 20:50 ]
Asunto:  Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)

Una historia de España (LXXXV)
15 May 2017/ARTURO PÉREZ-REVERTE / España, Patente de corso

Ya hemos dicho alguna vez que Franco era un fulano con suerte, y su favorable estrella siguió dándole buenos ratos para echar pan a los patos. Había de fondo un vago aroma de restauración monárquica, reservada para algún día en el futuro, pero sin prisa y descartando a don Juan de Borbón, hijo del derrocado Alfonso XIII, a quien Franco no quería ver ni en pintura. España es una monarquía, vale, decía el fulano. Pero ya diré yo, Caudillo alias Generalísimo, cuándo estará preparada para volver a serlo de manera oficial. Así que, de momento, vamos a ir educando a su hijo Juanito para cuando crezca. Mientras tanto podéis sentaros, que va para largo. Lo de la suerte se puso de manifiesto hacia 1950, once años después de la victoria franquista, cuando la Guerra Fría puso a punto de caramelo la confrontación Occidente-Unión Soviética. Tras los duros tiempos de la primera etapa, en los que el régimen se vio sometido a un férreo aislamiento internacional, Estados Unidos y sus aliados empezaron a ver a España como un aliado anticomunista de extraordinario valor estratégico. Así que menudearon los mimos, las visitas oficiales, la ayuda económica, las bases militares, el turismo y las películas rodadas aquí. Y Franco, que era listo como la madre que lo parió, vio el agujero por donde colarse. Los restaurantes de Madrid, Barcelona y Sevilla se llenaron de actores de Hollywood, y Ava Gardner se lió con el torero Luis Miguel Dominguín –el padre de Miguel Bosé–, convirtiéndolo en el hombre más envidiado por la población masculina de España. Para rematar la faena, la foto de Franco con Eisenhower, el general vencedor del ejército nazi y ahora presidente estadounidense, paseando en coche por la Gran Vía, marcó un antes y un después. España dejó de ser un apestado internacional, ingresó en las Naciones Unidas y pelillos a la mar. Nada de eso cambiaba las líneas generales del régimen, por supuesto. Pero ya no se fusilaba, o se fusilaba menos. O se daba garrote. Pero sólo a los que el régimen calificaba de malos malísimos. El resto iba tirando, a base de sumisión y prudencia. Hubo indulto parcial, salió mucha gente de las cárceles y se permitió la vuelta de los exiliados que no tenían ruina pendiente; entre ellos, intelectuales de campanillas como Marañón y Ortega y Gasset, que habían tomado, por si acaso, las de Villadiego. Fue lo que se llamó la apertura, que resultó más bien tímida pero contribuyó a normalizar las cosas dentro de lo que cabe. España seguía siendo un país sobre todo agrario, así que se empezó a industrializar el paisaje, con poco éxito al principio. Hubo una emigración masiva, tristísima, del medio rural a las ciudades industriales y al extranjero. Los toquecitos liberales no eran suficientes, y el turismo, tampoco.

Aquello no pitaba. Así que Franco, que era muchas cosas pero no gilipollas, fue desplazando de las carteras ministeriales a los viejos dinosaurios falangistas y espadones de la Guerra Civil –apoyado en esto por su mano derecha, el almirante Carrero Blanco– y confiándolas a una generación más joven formada en Economía y Derecho. Ésos fueron los llamados tecnócratas (varios de ellos eran del Opus Dei, pues la Iglesia siempre puso los huevos en variados cestos), y ellos dieron el pistoletazo de salida que hizo posible, con errores y corruptelas intrínsecas, pero posible al fin y al cabo, el desarrollo evidente en el que España entró al fin en los años 60, con las clases medias urbanas y los obreros industriales convertidos en grupos sociales mayoritarios. Ya se empezaba a respirar. Sin embargo, ese desarrollo, indiscutible en lo económico, no fue parejo en lo cultural ni en lo político. Por una parte, la férrea censura aplastaba la inteligencia y encumbraba, salvo pocas y notables excepciones, a mediocres paniaguados del régimen. Por la otra, la derrota republicana y la huida de los más destacados intelectuales, científicos, escritores y artistas, algunos de los cuales no regresarían nunca, enriqueció a los países de acogida –México, Argentina, Francia, Puerto Rico–, pero empobreció a España, causando un daño irreparable del que todavía hoy sufrimos las consecuencias. En cuanto a la política, los movimientos sociales, la emigración y el crecimiento industrial empezaron a despertar de nuevo la contestación adormecida, volviendo a manifestarse, tímidamente al principio, la conflictividad social. La radio y el fútbol ya no bastaban para tener a la gente entretenida y tranquila. Empezó la rebeldía estudiantil en las universidades, y se produjeron las primeras huelgas industriales desde el final de la Guerra Civil. La respuesta del régimen fue enrocarse en más policía y más represión. Pero estaba claro que los tiempos cambiaban. Y que Franco no iba a ser eterno.


[Continuará].

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Publicado el 14 de mayo de 2017 en XL Semanal.

Autor:  sabbatical [ 13 Jun 2017 20:04 ]
Asunto:  Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)

Una historia de España (LXXXVI)
12 Jun 2017/ARTURO PÉREZ-REVERTE / España, Patente de corso

Hubo entre 1957 y 1958, a medio franquismo en todo lo suyo, una guerra que el gobierno procuró –y consiguió– ocultar cuanto pudo a los españoles, al menos en sus más trágicas y sangrientas consecuencias. Se trató de una guerra de verdad, africana y colonial, en la tradición de las grandes tragedias que periódicamente habían ensangrentado nuestra historia, y en la que pagar la factura, como de costumbre, corrió a cargo de nuestros infelices reclutas, eterna carne de cañón víctima de la imprevisión y la chapuza. La cosa provino de la independencia de Marruecos en 1956, tras la que el rey Mohamed V –abuelo del actual monarca– reclamó la posesión de los territorios situados al suroeste del nuevo país, Ifni y Sáhara Occidental, que llevaban un siglo bajo soberanía española. La guerra, llevada al estilo clásico de las tradicionales sublevaciones nativas, pero esta vez con intervención directa de las bien armadas y flamantes tropas marroquíes (nuestro armamento serio era todo norteamericano, y los EEUU prohibieron a España usarlo en este conflicto), arrancó con una sublevación general, el corte de comunicaciones con las pequeñas guarniciones militares españolas y el asedio de la ciudad de Ifni. La ciudad, defendida por cuatro banderas de la Legión, resistió como una roca; pero la verdadera tragedia tuvo lugar más hacia el interior, donde, en un terreno irregular y difícil, los pequeños puestos dispersos de soldados españoles fueron abandonados o se perdieron con sus defensores. Y algunos puntos principales, como Tiliuin, Telata, Tagragra o Tenin, donde había tanto militares como población civil, quedaron rodeados y a punto de caer en manos de los marroquíes. Y si al fin no cayeron fue porque los tiradores y policías indígenas que permanecieron leales, los soldaditos y sus oficiales –las cosas como son– se defendieron igual que gatos panza arriba. Peleando como fieras. Entre otras cosas, porque caer vivos en manos del enemigo y que les rebanaran el pescuezo, entre otros rebanamientos, no les apetecía mucho. Así que, como de costumbre entre españoles acorralados, qué remedio (la desesperación siempre saca lo mejor de nosotros, detalle histórico curioso), los cercados vendieron caro su pellejo. Tagragra y Tenin fueron al fin socorridas tras penosas y sangrientas marchas a pie, pues apenas había vehículos ni medios, ni apenas apoyo aéreo. Sólo voluntad y huevos. Sobre Tiliuin, echándole una cantidad enorme de eso mismo al asunto, saltaron 75 paracaidistas de la II Bandera, que también quedaron cercados dentro pero permitieron aguantar, dando tiempo a que una columna legionaria rompiera el cerco y los evacuara a todos, incluidos los tiradores indígenas, que se habían mantenido leales, y sus familias.

El socorro a Telata, sin embargo, derivó en tragedia cuando la sección paracaidista del teniente Ortiz de Zárate, avanzando lentamente entre emboscadas y por un terreno infame, se desangró hasta que una compañía de Tiradores de Ifni los socorrió, entró en Telata y permitió evacuar a todo el mundo hacia zona segura. Pero el mayor desastre ocurrió más hacia el Sur, en el Sáhara Occidental, también sublevado, cuando en un lugar llamado Edchera (estuve hace años, y les juro que hay sitios más confortables para que lo escabechen a uno), dos compañías de la Legión fueron emboscadas, librándose un combate de extrema ferocidad –42 españoles muertos y 57 heridos– en el que los legionarios se batieron con la dureza de siempre, con grandes pérdidas suyas y del enemigo; siendo buena prueba de lo que fue aquel trágico desparrame el hecho de que dos legionarios, Fadrique y Maderal, recibieran a título póstumo la Laureada de San Fernando (la más alta condecoración militar española para los que se distinguen en combate, que nadie más ha recibido desde entonces). Pero, en fin. También como de costumbre en nuestra larga y desagradable historia bélica, todo aquel sufrimiento, aquel heroísmo y aquella sangre vertida no sirvieron para gran cosa. Por un lado, buena parte de España se enteró a medias, o de casi nada, pues el férreo control de la prensa por parte del gobierno convirtió aquella tragedia en un goteo de pequeños incidentes de policía a los que de continuo se restaba importancia. Por otra parte, en abril de 1958 se entregó a Marruecos Cabo Juby, en 1969 se entregó Ifni, y el Sáhara Occidental aún se mantuvo seis años a trancas y barrancas, hasta 1975, con la Marcha Verde y la espantada española del territorio. Excepto Ceuta, Melilla y los peñones de la costa marroquí –situados en otro orden jurídico internacional–, para España en África se ponía el sol. Y la verdad es que ya era hora.


[Continuará].

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Publicado el 11 de junio de 2017 en XL Semanal.

Autor:  sabbatical [ 29 Jun 2017 10:07 ]
Asunto:  Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)

Una historia de España (LXXXVII)
26 Jun 2017/ARTURO PÉREZ-REVERTE / España, Patente de corso

Mientras llegamos a la última etapa de la dictadura franquista, se impone una reflexión retrospectiva y útil: unos afirman que Francisco Franco fue providencial para España, y otros afirman que fue lo peor que pudo pasar. En mi opinión, Franco fue una desgracia; pero también creo que en la España emputecida, violenta e infame de 1936-39 no había ninguna posibilidad de que surgiera una democracia real; y que si hubiera ganado el otro bando –o los más fuertes y disciplinados del otro bando–, probablemente el resultado habría sido también una dictadura, pero comunista o de izquierdas y con idéntica intención de exterminar al adversario y eliminar la democracia liberal, que de hecho estaba contra las cuerdas a tales alturas del desparrame. Para eso, aparte los testimonios de primera mano –mi padre y mi tío Lorenzo lucharon por la República, este último en varias de las batallas más duras, siendo herido de bala en combate– me acojo menos a un historiador profranquista como Stanley Payne (En la España de 1936 no había ninguna posibilidad de que surgiera una democracia utópica), que a un testigo directo honrado, inteligente y de izquierdas como Chaves Nogales (El futuro dictador de España va a salir de un lado u otro de las trincheras). Y es que, a la hora de enjuiciar esa parte de nuestro siglo XX, conviene arrimarse a todas las fuentes posibles, libros y testimonios directos; no para ser equidistantes, pues cada uno está donde cree que debe estar, sino para ser ecuánimes a la hora de documentarse y debatir, en lugar de reducirlo todo a etiquetas baratas manejadas por golfos, populistas, simples y analfabetos. Que no siempre son sinónimos, pero a veces sí. Y es en ese plano, en mi opinión, donde debe situarse la aproximación intelectual, no visceral, a las tres etapas del franquismo, del que ya hemos referido las dos primeras –represión criminal sistemática y tímidos comienzos de apertura– para entrar hoy en la tercera y última. Me refiero a la etapa final, caracterizada por un cambio inevitable en el que actuaron muchos y complejos factores. Llegando ya los años 70, el régimen franquista no había podido sustraerse, aunque muy en contra de su voluntad, a una evolución natural hacia formas más civilizadas; y a eso había que añadir algunas leyes y disposiciones importantes.

La Ley de Sucesión ya establecía que el futuro de España sería un retorno a la monarquía como forma de gobierno –a Franco y su gente, pero también a otros españoles que eran honrados, la palabra república les daba urticaria–, y para eso se procedió a educar desde niño a Juan Carlos de Borbón, nieto del exiliado Alfonso XIII, a fin de que bajo la cobertura monárquica diera continuidad y normalidad internacional homologable al régimen franquista. Aparte los esfuerzos de desarrollo industrial, logrados a medias y no en todas partes, hubo otras dos leyes cuya importancia debe ser subrayada, pues tendrían un peso notable en el nivel cultural y la calidad de vida de los españoles: la Ley General de Educación de 1970, que –aunque imperfecta, sesgada y miserablemente tardía– amplió la escolarización obligatoria hasta los 14 años, y la Ley de Bases de la Seguridad Social de 1963, que no nos puso por completo donde lo exigía una sociedad moderna, pero garantizó asistencia médica, hospitales y pensiones de jubilación a los españoles, dando pie a una cobertura social, estupenda con el tiempo, de la que todavía nos beneficiamos en 2017 (y que los irresponsables y trincones gobiernos de las últimas décadas, sin distinción de color, hacen todo lo posible por cargarse). Por lo demás, el crecimiento económico y los avatares de esta etapa final –turismo, industria, vivienda, televisión, Seat 600, corrupción, emigración– se vieron muy alterados por la crisis del petróleo de 1973, fecha en la que el aparato franquista estaba ya dividido en dos: de una parte los continuistas duros (el Bunker) y de la otra los partidarios de democratizar algo el régimen y salvar los muebles. Con un mundo agitado por vientos de libertad, cuando las colonias extranjeras ganaban su independencia y caían las dictaduras de Portugal y Grecia, España no podía quedar al margen. La oposición política tomó fuerza, tanto dentro como en el exilio; en el interior se intensificaron las huelgas obreras y estudiantiles, los nacionalismos volvieron a levantar la cabeza, y el Régimen –en manos todavía del Búnker– aumentó la represión, creó el Tribunal de Orden Público y la Brigada Político-Social, y se esforzó en machacar a quienes exigían democracia y libertad. Y así, aunque dando aún bestiales coletazos, la España de Franco se acercaba a su fin.

[Continuará].

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Publicado el 25 de junio de 2017 en XL Semanal.

Autor:  sabbatical [ 25 Jul 2017 17:35 ]
Asunto:  Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)

Una historia de España (LXXXIX)
24 Jul 2017 / Arturo Pérez-Reverte/ España, Patente de corso

Todo se acaba en la vida, y al franquismo acabó por salirle el número. Asesinado el almirante Carrero Blanco, que era la garantía de continuidad del régimen, con Franco enfermo, octogenario y camino de Triana, y con las fuerzas democráticas cada vez más organizadas y presionando, la cosa parecía clara. El franquismo estaba rumbo al desguace, pero no liquidado, pues se defendía como gato panza arriba. Don Juan Carlos de Borbón, por entonces todavía un apuesto jovenzuelo, había sido designado sucesor a título de rey, y el Búnker y los militares lo vigilaban de cerca. Sin embargo, los más listos las veían venir. Entre los veteranos y paniaguados del régimen, no pocos andaban queriendo situarse de cara al futuro pero manteniendo los privilegios del pasado. Como suele ocurrir, avispados franquistas y falangistas, viendo de pronto la luz, renegaban sin complejos de su propia biografía, proclamándose demócratas de toda la vida, mientras otros se atrincheraban en su resistencia numantina a cualquier cambio. La represión policial se intensificó, junto con el cierre de revistas y la actuación de la más burda censura. 1975 fue un annus horribilis: violencia, miedo y oprobio. La crisis del Sáhara Occidental (que acabó siendo abandonado de mala y muy vergonzosa manera) aún complicó más las cosas: terrorismo por un lado, presión democrática por otro, reacción conservadora, brutalidad ultraderechista, militares nerviosos y amenazantes, rumores de golpe de Estado, ejecución de cinco antifranquistas. El panorama estaba revuelto de narices, y el tinglado de la antigua farsa ya no aguantaba ni harto de sopas. Subió por fin el Caudillo a los cielos, o a donde le tocara ir. Sus funerales, sin embargo, demostraron algo que hoy se pretende olvidar: muchos miles de españoles desfilaron ante la capilla ardiente o siguieron por la tele los funerales con lágrimas en los ojos, que no siempre eran de felicidad. Demostrando, con eso, que si Franco estuvo cuatro décadas bajo palio no fue sólo por tener un ejército en propiedad y cebar cementerios, sino porque un sector de la sociedad española, aunque cambiante con los años, compartió todos o parte de sus puntos de vista. Y es que en la España de hoy, tan desmemoriada para esa como para otras cosas, cuando miramos atrás resulta –hay que joderse– que todo el mundo era heroicamente antifranquista; aunque, con 40 años de régimen entre pecho y espalda y el dictador muerto en la cama, no salen las cuentas (como dijo aquel fulano a la locomotora de tren que soltó vapor al llegar a la estación de Atocha: «Esos humos, en Despeñaperros»).

El caso, volviendo a 1975, es que se fue el caimán. O sea, murió Franco, Juan Carlos fue proclamado rey jurando mantener intacto el chiringuito, y ahí fue donde al franquismo más rancio le fallaron los cálculos, porque –afortunadamente para España– el chico salió un poquito perjuro. Había sido bien educado, con preceptores que eran gente formada e inteligente, y que aún se mantenían cerca de él. A esas excelentes influencias se debieron los buenos consejos. Había que elegir entre perpetuar el franquismo –tarea imposible– con un absurdo barniz de modernidad cosmética que ya no podía engañar a nadie, o asumir la realidad. Y ésta era que las fuerzas democráticas apretaban fuerte en todos los terrenos y que los españoles pedían libertad a gritos. Aquello ya no se controlaba al viejo estilo de cárcel y paredón. La oposición moderada exigía reformas; y la izquierda, que coordinaba esfuerzos de modo organizado y más o menos eficaz, exigía ruptura. Ignoro, en verdad, lo inteligente que podía ser don Juan Carlos; pero sus consejeros no tenían un pelo de tontos. Era gente con visión y talla política. En su opinión, en un país con secular tradición de casa de putas como España (en realidad no era su opinión, sino la mía), especialista en destrozarse a sí mismo y con todas las ambiciones políticas de nuevo a punto de nieve, sólo la monarquía juancarlista tenía autoridad y legitimidad suficientes para dirigir un proceso de democratización que no liara otro desparrame nacional. Y entonces se embarcaron, entre 1976 y 1978, en una aventura fantástica, caso único entre todas las transiciones de regímenes totalitarios a demócratas en la Historia. Nunca antes se había hecho. De ese modo, aquel rey todavía inseguro y aquellos consejeros inteligentes obraron el milagro de reformar, desde dentro, lo que parecía irreformable. Iba a ser, nada menos, el suicidio de un régimen y el nacimiento de la libertad. Y el mundo asistió, asombrado, a sucesos que de nuevo hicieron admirable a España.


[Continuará].

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Publicado el 23 de julio de 2017 en XL Semanal.

Autor:  Lamballe [ 26 Jul 2017 14:31 ]
Asunto:  Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)

Don Arturo, igual ha llegado el momento de dejar de ver los toros desde la barrera y saltar a la arena política ¿no? Igual alguien con su dignitas y auctoritas podría desempeñar el imperium y devolver la fe al españolito de a pié.

Autor:  macebria [ 26 Jul 2017 19:15 ]
Asunto:  Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)

Por favor, ese señor, no es historiador... podrá ser un gran escritor de novela histórica y académico (Hecho al cual le da más publicidad de la que la humildad y templanza del cargo merece) Es el típico español que opina de historia. Lean historia si les gusta... hay grandes historiadores.

Autor:  sabbatical [ 27 Jul 2017 10:38 ]
Asunto:  Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)

Yo creo que lo hace muy bien.

Autor:  legris [ 27 Jul 2017 11:50 ]
Asunto:  Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)

Es bastante tópico.

Autor:  Clara [ 27 Jul 2017 12:35 ]
Asunto:  Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)

No pretende seguir el mismo rigor de un historiador, creo, al menos es lo que percibo, sino contar la historia de una forma mucho menos aséptica. Y me gusta particularmente, que rescate a personajes de los que se suele pasar bastante, como Chaves Nogales, Foxá, J. Sender... Oro puro, debería estudiarse en las escuelas, hasta la fina ironía que gastaban debería ser materia de estudio. :yay:

Autor:  sabbatical [ 23 Ago 2017 12:54 ]
Asunto:  Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)

Una historia de España (XCI)
21 Ago 2017/ Arturo Pérez-Reverte / España, Patente de corso


Fue, paradójicamente, un golpe de estado, o el intento de darlo, lo que acabó por consolidar y hacer adulta la recién recobrada democracia española. El 23 de febrero de 1981, el teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero, respaldado por el capitán general de Valencia, general Milans del Bosch, y una trama de militares y civiles nostálgicos del franquismo, asaltó el parlamento y mantuvo secuestrados a los diputados durante una tensa jornada, reviviendo la vieja y siniestra tradición española de pronunciamiento, cuartelazo y tentetieso, tan cara a los espadones decimonónicos (nunca la lectura de El ruedo ibérico de Valle-Inclán y los Episodios Nacionales de Galdós fue tan recomendable como en los tiempos que corren, para entender aquello y entendernos hoy). Entraron Tejero y sus guardias en las Cortes, gritó aquel animal «¡Todos al suelo!», y toda España contuvo el aliento, viéndose otra vez en las zozobras de siempre. Con todos los diputados en el suelo, en efecto, acojonados y agazapados como conejos –no siempre Iberia parió leones– excepto el dirigente comunista Santiago Carrillo (lo iban a fusilar seguro, y se fumó un pitillo sin molestarse en agachar la cabeza), el presidente Adolfo Suárez y el teniente general Gutiérrez Mellado, que le echaron unos huevos enormes enfrentándose a los golpistas (Tejero cometió la vileza de querer zancadillear al viejo general, sin conseguirlo), todo estuvo en el alero hasta que el rey Juan Carlos, sus asesores y los altos mandos del Ejército detuvieron el golpe, manteniendo la disciplina militar. Pero no fueron ellos solos, porque millones de españoles se movilizaron en toda España, y los periódicos, primero El País, luego Diario 16 y al fin el resto, hicieron ediciones especiales llamando a la gente a defender la democracia. Ahí fue donde la peña estuvo magnífica (o estuvimos, porque los de mi quinta ya estábamos), a la altura de la España que deseaba tener. Y se curró su libertad. Eso quedó claro cuando, dimitido Suárez –sus compadres políticos no le perdonaron el éxito, ni que fuera chulo, ni que fuera guapo, y algunos ni siquiera le perdonaban la democracia– y gobernando Leopoldo Calvo-Sotelo, en España se instaló la plena normalidad democrática, aprobándose los estatutos de autonomía y entrando nuestras fuerzas armadas en la OTAN, decisión que tuvo una doble ventaja: nos alineaba con las democracias occidentales y obligaba a los militares españoles a modernizarse, conocer mundo y olvidar la caspa golpista y cuartelera.

En cuanto a las comunidades, la Constitución de 1978, consensuada por todas –subrayo el todas– las fuerzas políticas y redactada por notables personalidades de todos los registros, había definido la España del futuro con nacionalidades y regiones autónomas, a punto de caramelo para 17 autonomías de las más avanzadas de Europa, en lo que uno de nuestros más ilustres historiadores vivos –quizá el que más–, Juan Pablo Fusi, define como «un estado social y democrático de derecho, una democracia plena y avanzada». Antes de salir de escena, y a fin de desactivar una vieja fuente de conflicto que siempre amenazó la estabilidad de España, Adolfo Suárez había logrado unos acuerdos especiales para Cataluña restableciendo la Generalidad, abolida tras la Guerra Civil, haciendo regresar triunfal del exilio a su presidente, Josep Tarradellas. Pero en el País Vasco las cosas no fueron tan fáciles, debido por una parte a la violencia descerebrada y criminal de ETA, y por otra al extremismo sabiniano de un individuo en mi opinión nefasto llamado Xabier Arzalluz, que llevó al PNV a posiciones de turbio oportunismo político (recordemos su cínico «unos mueven el árbol y otros recogemos las nueces»mientras ETA mataba a derecha e izquierda). Aun así, pese a que el terrorismo vasco iba a ser una llaga constante en el costado de la joven democracia española, ésta resistió con valor y entereza sus infames zarpazos. Y en las elecciones de octubre de 1982 se logró lo que desde 1939 parecía imposible: el partido socialista ganó las elecciones, y lo hizo con 10 millones de votos –Alianza Popular tuvo 5,4–. El PSOE, con Felipe González y Alfonso Guerra a la cabeza, gobernó España. Y durante su largo mandato, pese a todos los errores y problemas, que los hubo, con la traumática reconversión industrial, terrorismo y crisis diversas, los españoles encontramos, de nuevo, nuestra dignidad y nuestro papel en el mundo. En 1985 entrábamos en la Comunidad Europea, y el progreso y la modernidad llegaron para quedarse. Alfonso Guerra lo había clavado: «A España no la va a reconocer ni la madre que la parió».


[Continuará].

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Publicado el 20 de agosto de 2017 en XL Semanal.

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