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 Asunto: Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)
NotaPublicado: 30 Ago 2015 21:22 
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Bueno Minnie, los retratos de Isabel II de jovencita no la muestran tan fea y si con un halo de romántica tristeza. Fue después cuando se dejo y la gordura la deformó.

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 Asunto: Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)
NotaPublicado: 01 Sep 2015 21:06 
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josefita escribió:
Bueno Minnie, los retratos de Isabel II de jovencita no la muestran tan fea y si con un halo de romántica tristeza. Fue después cuando se dejo y la gordura la deformó.

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No sé qué decirte, josefita. Siempre he pensado que existe una notable discordancia entre los retratos de Isabel y las fotos de Isabel. Cierto que las fotos que yo conozco no corresponden a sus años mozos, ya estaba casada y había pasado por el trance de varios embarazos con sus consiguientes partos. Pero no descarto que haya un deseo de halagar a la joven reina en muchos de esos retratos anteriores a la etapa en que empezamos a poder contemplarla de forma absolutamente realista gracias a la fotografía. Esto sin negar, por supuesto, que en el apogeo de su juventud, con su cara de luna llena y su figura que tendía a la opulencia, pudiese tener cierto atractivo, aunque fuese la lozanía sumada al desparpajo...Pero no fue una belleza que pudiese encajar en el prototipo de dama romántica, al menos así lo veo yo. Carecía del efecto "halo" que hubiese podido proporcionarle otro físico diferente al que le correspondió.


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 Asunto: Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)
NotaPublicado: 20 Sep 2015 22:56 
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¿Podría alguien poner el texto? No puedo desde el teléfono. (sad)

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 Asunto: Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)
NotaPublicado: 20 Sep 2015 23:23 
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ARTURO PÉREZ-REVERTE
Una historia de España (LI)

El reinado de Isabel II fue un continuo sobresalto: un putiferio de dinero sucio y ruido de sables. Un disparate llevado a medias entre una reina casi analfabeta, caprichosa y aficionada a los sementales de palacio, unos generales ambiciosos y levantiscos, y unos políticos corruptos que, aunque a menudo se odiaban entre sí, generales incluidos, podían ponerse de acuerdo durante opíparas comidas en Lhardy para repartirse el negocio. Entre bomberos, decían, no vamos a pisarnos la manguera. Eso fue lo que más o menos ocurrió con un invento que aquellos pájaros se montaron, tras mucha ida y venida, pronunciamientos militares y revolucioncitas parciales (ninguna de verdad, con guillotina o Ekaterinburgo para los golfos, como Dios manda), dos espadones llamados Narváez y O'Donnell, con el acuerdo de un tercero llamado Espartero, para inventarse dos partidos, liberal y moderado, que se fueran alternando en el poder; y así todos disfrutaron, por turnos, más a gusto que un arbusto. Llegaba uno, despedía a los funcionarios que había puesto el otro -cesantes, era la palabra- y ponía a sus parientes, amigos y compadres. Al siguiente turno llegaba el otro, despedía a los de antes y volvían los suyos. Etcétera. Así, tan ricamente, con vaselina, aquella pandilla de sinvergüenzas se fue repartiendo España durante cierto tiempo, incluidos jefes de gobierno sobornados por banqueros extranjeros, y farsas electorales con votos comprados y garrotazo al que no. De vez en cuando, los que no mojaban suficiente, e incluso gente honrada, que -aunque menos- siempre hubo, cantaban espadas o bastos con revueltas, pronunciamientos y cosas así, que se zanjaban con represión, destierros al norte de África, Canarias o Filipinas -todavía quedaban colonias-, cuerdas de presos y otros bonitos sucesos (todo eso lo contaron muy bien Galdós, en sus Episodios Nacionales, y Valle Inclán, en su serie El ruedo ibérico; así que si los leen me ahorran entrar en detalles).

Mientras tanto, con aquello de que Europa iba hacia el progreso y España, pintoresco apéndice de esa Europa, no podía quedarse atrás, lo cierto es que la economía en general, por lo menos la de quienes mandaban y trincaban, fue muy a mejor por esos años. La oligarquía catalana se forró el riñón de oro con la industria textil; y en cuanto a sublevaciones e incidentes, cuando había agitación social en Barcelona la bombardeaban un poco y hasta luego, Lucas, para gran alivio de la alta burguesía local -en ese momento, ser español era buen negocio-, que todavía no tenía cuentas en Andorra y Liechtenstein y, claro, se ponía nerviosa con los sudorosos obreros (Espartero disparó sobre la ciudad 1.000 bombas; pero Prim, que era catalán, 5.000). Por su parte, los vascos -entonces se llamaba aquello Provincias Vascongadas-, salvo los conatos carlistas, estaban tranquilos; y como aún no deliraba el imbécil de Sabino Arana con su murga de vascos buenos y españoles malvados, y la industrialización, sobre todo metalúrgica, daba trabajo y riqueza, a nadie se le ocurría hablar de independencia ni pegarles tiros en la nuca a españolistas, guardias civiles y demás txakurras. Quiero decir, resumiendo, que la burguesía y la oligarquía vasca y catalana, igual que las de Murcia o de Cuenca, estaban integradas en la parte rentable de aquella España que, aunque renqueante, iba hacia la modernidad. Surgían ferrocarriles, minas y bancos, la clase alta terrateniente, financiera y especuladora cortaba el bacalao, la burguesía creciente daba el punto a las clases medias, y por debajo de todo -ése era el punto negro de la cosa-, las masas obreras y campesinas analfabetas, explotadas y manipuladas por los patronos y los caciques locales, iban quedándose fuera de toda aquella desigual fiesta nacional, descolgadas del futuro, entregando para guerras coloniales a los hijos que necesitaban para arar el campo o llevar un pobre sueldo a casa. Eso generaba una intensa mala leche que, frenada por la represión policial y los jueces corruptos, era aprovechada por los políticos para hacer demagogia y jugar sus cochinas cartas sin importarles que se acumularan asuntos no resueltos, injusticias y negros nubarrones. Como ejemplo de elocuencia frívola y casi criminal, valga esta cita de aquel periodista y ministro de Gobernación que se llamó Luis González Brabo, notorio chaquetero político, represor de libertades, enterrador de la monarquía y carlista in artículo mortis: «La lucha pequeña y de policía me fastidia. Venga algo gordo que haga latir la bilis. Entonces tiraremos resueltamente del puñal y nos agarraremos de cerca y a muerte». Eso lo dijo en un discurso, sin despeinarse. Tal cual. El muy cabrón irresponsable.


[Continuará].

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 Asunto: Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)
NotaPublicado: 15 Oct 2015 18:10 
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Arturo Pérez-Reverte
Una historia de España (LII)


En los últimos años del reinado de Isabel II, la degradación de la vida política y moral de España convirtió la monarquía constitucional en una ficción grotesca. El poder financiero acumulaba impunemente especulación, quiebras y estafas. Los ayuntamientos seguían en manos de jefes políticos corruptos y la libertad de prensa era imposible. Los gobiernos se pasaban por la bisectriz las garantías constitucionales, y la peña era traicionada a cada paso, «pueblo halagado cuando se le incita a la pelea y olvidado después de la victoria», como dijo, ampuloso e hipócrita, uno de aquellos mismos políticos que traicionaban al pueblo y hasta a la madre que los parió. La gentuza instalada en las Cortes, fajada en luchas feroces por el poder, se había convertido en forajidos políticos. Entre 1836 y 1868 se prolongó la farsa colectiva, aquel engaño electoral basado en unas masas míseras, de una parte, y de la otra unos espadones conchabados con políticos y banqueros, vanidosos como pavos reales, que falseaban la palabra democracia y que, instalados en las provincias como capitanes generales, respaldaban con las bayonetas el poder establecido, o se sublevaban contra él según su gusto, talante y ambiciones. Nadie escuchaba la voz creciente del pueblo, y a éste sólo se le daba palos y demagogia, cuerdas de presos y fusilamientos. Los hijos de los desgraciados iban a la guerra, cuando había una, pero los ricos podían ahorrarle el servicio a sus criaturas pagando para que fuera un pobre. Y las absurdas campañas exteriores en que anduvo España en aquel período (invasión de Marruecos, guerra del Pacífico, intervención en México, Conchinchina e Italia para ayudar al papa) eran, en su mayor parte, más para llevar el botijo a las grandes potencias que por interés propio. Desde la pérdida de casi toda América, España era un segundón en la mesa de los fuertes.

Los éxitos del prestigioso general Prim -catalán que llevó consigo tropas catalanas- en el norte de África y el inútil heroísmo de nuestra escuadra del Pacífico fueron jaleados como hazañas bélico-patrióticas, glosadas hasta hacerle a uno echar la pota por la prensa sobornada por quienes mandaban, confirmando que el patriotismo radical es el refugio de los sinvergüenzas. Pero por debajo de toda aquella basura monárquica, política, financiera y castrense, algo estaba cambiando. Convencidos de que las urnas electorales no sirven de nada a un pueblo analfabeto, y de que el acceso de las masas a la cultura es el único camino para el cambio -ya se hablaba de república como alternativa a la monarquía-, algunos heroicos hombres y mujeres se empeñaron en crear mecanismos de educación popular. Escritura, lectura, ciencias aplicadas a las artes y la industria, emancipación de la mujer, empezaron a ser enseñados a obreros y campesinos en centros casi clandestinos. Ayudaron a eso el teatro, muy importante cuando aún no existían la radio ni la tele, y la gran difusión que la letra impresa, el libro, alcanzó por esa época, con novelas y publicaciones de todas clases, que a veces lograban torear a la censura. Se pusieron de moda los folletines por entregas publicados en periódicos, y la burguesía y el pueblo bajo que accedía a la lectura los acogieron con entusiasmo. De ese modo fue asentándose lo que el historiador Josep Fontana describe como «una cultura basada en la crítica de la sociedad existente, con una fuerte carga de antimilitarismo y anticlericalismo». Y así, junto a los pronunciamientos militares hubo también estallidos revolucionarios serios, como el de 1854, resuelto con metralla, el de San Gil, zanjado con fusilamientos -el pueblo se quedó solo luchando, como solía-, y creciente conflictividad obrera, como la primera huelga general de nuestra historia, que se extendió por Cataluña ondeando banderas rojas con el lema Pan y trabajo, en anuncio de la que iba a caer. Las represiones en el campo y la ciudad fueron brutales; y eso, unido a la injusticia secular que España arrastraba, echó al monte a muchos infelices que se convirtieron en bandoleros a lo Curro Jiménez, pero menos guapos y sin música. Toda aquella agitación preocupaba al poder establecido, y dio lugar a la creación de la Guardia Civil: policía militar nacida para cuidar de la seguridad en el medio rural, pero que muchas veces fue utilizada como fuerza represiva. La monarquía se estaba cayendo en pedazos; y las fuerzas políticas, conscientes de que sólo un cambio evitaría que se les fuera el negocio al carajo, empezaron a aliarse para modificar la fachada, a fin de que detrás nada cambiase. Isabel II sobraba, y la palabra revolución empezó a pronunciarse en serio. Que ya era hora. [Continuará]

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 Asunto: Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)
NotaPublicado: 06 Nov 2015 18:31 
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Arturo Pérez-Reverte
Una historia de España (LIII)

Cosa curiosa, oigan. Con el reinado de Isabel II pendiente de un hilo y una España que políticamente era la descojonación de Espronceda, el nuestro seguía siendo el único país europeo de relevancia que no había tenido una revolución para cargarse a un rey, con lo que esa imagen del español insumiso y machote, tan querida de los viajeros románticos, era más de coplas que de veras. En Gran Bretaña habían decapitado a Carlos I y los franceses habían afeitado en seco a Luis XVI: más revolución, imposible. Por otra parte, Alemania e incluso la católica Italia tenían en su haber interesantes experiencias republicanas. Sin embargo, en esta España de incultura, sumisión y misa diaria, los reyes, tanto los malvados como los incompetentes -de los normales apenas hubo-, morían en la cama. Tal fue el caso de Fernando VII, el más nefasto de todos; pero, y esta vez sería la excepción, no iba a ser así con Isabel II, su hija. Los caprichos y torpezas de ésta, la chulería de los militares, la desvergüenza de los políticos aliados con banqueros o sobornados por ellos, la crisis financiera, llegaban al límite. Toda España estaba hasta la línea de Plimsoll, y aquello no se sostenía ni con novenas a la Virgen. La torpe reina, acostumbrada a colocar en el gobierno a sus amantes, tenía en contra a todo el mundo. Así que al final los espadones, dirigidos por el prestigioso general Prim, montaron el pifostio, secundados por juntas revolucionarias de paisanos apoyadas por campesinos arruinados o jornaleros en paro. Las fuerzas leales a la reina se retiraron después de una indecisa batalla en el puente de Alcolea; e Isabelita, que estaba de vacaciones en el Norte con Marfori -su último chuloputas-, hizo los baúles rumbo a Francia. Por supuesto, en cuanto triunfó la revolución, y las masas (creyendo que el cambio iba en serio, los pardillos) se desahogaron ajustando cuentas en un par de sitios, lo primero que hicieron los generales fue desarmar a las juntas revolucionarias y decirles: claro que sí, compadre, lo que tú digas, viva la revolución y todo eso, naturalmente; pero ahora te vas a tu casa y te estás allí tranquilo, y el domingo a los toros, que todo queda en buenas manos. O sea, en las nuestras. Y no se nos olvida eso de la república, en serio; lo que pasa es que esas cosas hay que meditarlas despacio, chaval. ¿Capisci? Así que ya iremos viendo. Mientras, provisionalmente, vamos a buscar otro rey. Etcétera.

Y a eso se pusieron. A buscar para España otro rey al que endilgarle esta vez una monarquía más constitucional, con toques progresistas y tal. Lo mismo de antes, en realidad, pero con aire más moderno -la mujer, por supuesto, no votaba- y con ellos, los mílites gloriosos y sus compadres de la pasta, cortando como siempre el bacalao. Don Juan Prim, que era general y era catalán, dirigía el asunto, y así empezó la búsqueda patética de un rey que llevarnos al trono. Y digo patética porque, mientras a finales del siglo XVII había literalmente hostias para ser rey de España, y por eso hubo la Guerra de Sucesión, esta vez el trono de Madrid no lo quería nadie ni regalado. Amos, anda, tía Fernanda, decían las cortes europeas. Que ese marrón se lo coma Rita la Cantaora. Al fin, Prim logró engañar al hijo del rey de Italia, Amadeo de Saboya, que -pasado de copas, imagino- le compró la moto. Y se vino. Y lo putearon entre todos de una manera que no está en los mapas: los partidarios de Isabel II y de su hijo Alfonsito, llamándolo usurpador; los carlistas, llamándolo lo mismo; los republicanos, porque veían que les habían jugado la del chino; los católicos, porque Amadeo era hijo del rey que, para unificar Italia, le había dado leña al papa; y la gente en general, porque les caía gordo. En realidad Amadeo era un chico bondadoso, liberal, con intenciones parecidas a las de aquel José Bonaparte de la Guerra de la Independencia. Pero claro. En la España de navaja, violencia, envidia y mala leche de toda la vida, eso no podía funcionar nunca. La aristocracia se lo tomaba a cachondeo, las duquesas se negaban a ser damas de palacio y se ponían mantilla para demostrar lo castizas que eran, y la peña se choteaba del acento italiano del rey y de sus modales democráticos. Y encima, a Prim, que lo trajo, se lo habían cargado de un trabucazo antes de que el Saboya -imaginen las rimas con el apellido- tomara posesión. Así que, hasta las pelotas de nosotros, Amadeo hizo las maletas y nos mandó a tomar por saco. Dejando, en su abdicación, un exacto diagnóstico del paisaje: «Si al menos fueran extranjeros los enemigos de España, todavía. Pero no. Todos los que con la espada, con la pluma, con la palabra, agravan y perpetúan los males de la Nación son españoles». [Continuará].


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 Asunto: Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)
NotaPublicado: 06 Nov 2015 18:51 
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 Asunto: Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)
NotaPublicado: 05 Dic 2015 15:12 
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Una historia de España (LIV)
XLSemanal - 29/11/2015

Y entonces, tatatachán, chin, pun, señoras y caballeros, con Isabel II en el exilio gabacho, llegó nuestra primera república. Llegó, y ahí radica la evolución posterior del asunto, en un país donde seis de cada diez fulanos eran analfabetos (en Francia lo eran tres de cada diez), y donde 13.405 concejales de ayuntamiento y 467 alcaldes no sabían leer ni escribir. En aquella pobre España sometida a generales, obispos y especuladores financieros, la política estaba en manos de jefes de partidos sin militancia ni programa, y las elecciones eran una farsa. La educación pública había fracasado de modo estrepitoso ante la indiferencia criminal de la clase política: la Iglesia seguía pesando muchísimo en la enseñanza, 6.000 pueblos carecían de escuela, y de los 12.000 maestros censados, la mitad se clasificaba oficialmente como de escasa instrucción. Tela. En nombre de las falsas conquistas liberales, la oligarquía político financiera, nueva dueña de las propiedades rurales -que tanto criticó hasta que fueron suyas-, arruinaba a los campesinos, empeorando, lo que ya era el colmo, la mala situación que éstos habían tenido bajo la Iglesia y la aristocracia. En cuanto a la industrialización que otros países europeos encaraban con eficacia y entusiasmo, en España se limitaba a Cataluña, el País Vasco y zonas periféricas como Málaga, Alcoy y Sevilla, por iniciativa privada de empresarios que, como señala el historiador Josep Fontana, «no tenían capacidad de influir en la actuación de unos dirigentes que no sólo no prestaban apoyo a la industrialización, sino que la veían con desconfianza». Ese recelo estaba motivado, precisamente, por el miedo a la revolución. Talleres y fábricas, a juicio de la clase dirigente española, eran peligroso territorio obrero; y éste, cada vez más sembrado por las ideas sociales que recorrían Europa, empezaba a dar canguelo a los oligarcas, sobre todo tras lo ocurrido con la Comuna de París, que había acabado en un desparrame sangriento. De ahí que el atraso industrial y la sujeción del pueblo al medio agrícola y su miseria (controlable con una fácil represión confiada a caciques locales, partidas de la porra y guardia civil), no sólo fueran consecuencia de la dejadez nacional, sino también objetivo buscado deliberadamente por buena parte de la clase política, según la idea expresada unos años atrás por Martínez de la Rosa; para quien, gracias a la ausencia de fábricas y talleres, «las malas doctrinas que sublevan las clases inferiores no están difundidas, por fortuna, como en otras naciones».

Y fue en ese escenario tan poco prometedor, háganse ustedes idea, donde se proclamó, por 258 votos a favor y 38 en contra (curiosamente, sólo había 77 diputados republicanos, así que calculen el número de oportunistas que se subieron al tren), aquella I República a la que, desde el primer momento, todas las fuerzas políticas, militares, religiosas, financieras y populares españolas se dedicaron a demoler sistemáticamente. Once meses, iba a durar la desgraciada. Vista y no vista. Unos la querían unitaria y otros federal; pero, antes de aclarar las cosas, la peña empezó a proclamarse por su cuenta en plan federal, sin ni siquiera haber aprobado una nueva constitución, ni organizar nada, ni detallar bien en qué consistía aquello; pues para unos la federación era un pacto nacional, para otros la autonomía regional, para otros una descentralización absoluta donde cada perro se lamiera su órgano, y para otros una revolución social general que, por otra parte, nadie indicaba en qué debía consistir ni a quién había que ahorcar primero. Las Cortes eran una casa de putas y las masas se impacientaban viendo el pasteleo de los políticos. En Alcoy hubo una verdadera sublevación obrera con tiros y todo. Y encima, para rematar el pastel, en Cuba había estallado la insurrección independentista, y aquí los carlistas, siempre dispuestos a dar por saco en momentos delicados, viendo amenazados los valores cristianos, la cosa foral y toda la parafernalia, volvían a echarse al monte, empezando su tercera guerra -que iba a ser bronca y larga- en plan Dios, patria, fueros y rey. El ejército era un descojone de ambición y banderías donde los soldados no obedecían a sus jefes; hasta el punto de que sólo había un general (Turón, se llamaba) que tenía en la hoja de servicios no haberse sublevado nunca, y al que, por supuesto, los compañeros espadones tachaban de timorato y maricón. Así que no es de extrañar que un montón de lugares empezaran a proclamarse federales e incluso independientes por su cuenta. Fue lo que se llamó insurrección cantonal. De ella disfrutaremos en el próximo capítulo.


[Continuará].

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 Asunto: Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)
NotaPublicado: 21 Dic 2015 01:04 
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ARTURO PÉREZ-REVERTE
Una historia de España (LV)

La Primera República española, y en eso están de acuerdo tanto los historiadores de derechas como los de izquierdas, fue una casa de putas con balcones a la calle. Duró once meses, durante los que se sucedieron cuatro presidentes de gobierno distintos, con los conservadores conspirando y los republicanos tirándose los trastos a la cabeza. En el extranjero nos tomaban tan a cachondeo que sólo reconocieron a la flamante república los Estados Unidos -que todavía casi no eran nadie- y Suiza, mientras aquí se complicaban la nueva guerra carlista y la de Cuba, y se redactaba una Constitución -que nunca entró en vigor- en la que se proclamaba una España federal de «diecisiete estados y cinco territorios»; pero que en realidad eran más, porque una treintena de provincias y ciudades se proclamaron independientes unas de otras, llegaron a enfrentarse entre sí y hasta a hacer su propia política internacional, como Granada, que abrió hostilidades contra Jaén, o Cartagena, que declaró la guerra a Madrid y a Prusia, con dos cojones. Aquel desparrame fue lo que se llamó insurrección cantonal: un aquelarre colectivo donde se mezclaban federalismo, cantonalismo, socialismo, anarquismo, anticapitalismo y democracia, en un ambiente tan violento, caótico y peligroso que hasta los presidentes de gobierno se largaban al extranjero y enviaban desde allí su dimisión por telegrama. Todo eran palabras huecas, quimeras y proyectos irrealizables; haciendo real, otra vez, aquello de que en España nunca se dice lo que pasa, pero desgraciadamente siempre acaba pasando lo que se dice. Los diputados ni supieron entender las aspiraciones populares ni satisfacerlas, porque a la mayor parte le importaban un carajo, y eso acabó cabreando al pueblo llano, inculto y maltratado, al que otra vez le escamoteaban la libertad seria y la decencia. Las actas de sesiones de las Cortes de ese período son una escalofriante relación de demagogia, sinrazón e irresponsabilidad política en las que mojaban tanto los izquierdistas radicales como los arzobispos más carcas, pues de todo había en los escaños; y como luego iba a señalar en España inteligible el filósofo Julián Marías, «allí podía decirse cualquier cosa, con tal de que no tuviera sentido ni contacto con la realidad». La parte buena fue que se confirmó la libertad de cultos (lo que puso a la Iglesia católica hecha una fiera), se empezó a legalizar el divorcio y se suprimió la pena de muerte, aunque fuera sólo por un rato.

Por lo demás, en aquella España fragmentada e imposible todo eran fronteras interiores, milicias populares, banderas, demagogia y disparate, sin que nadie aportase cordura ni, por otra parte, los gobiernos se atreviesen al principio a usar la fuerza para reprimir nada; porque los espadones militares -con toda la razón del mundo, vistos sus pésimos antecedentes- estaban mal vistos y además no los obedecía nadie. Gaspar Núñez de Arce, que era un poeta retórico y cursi de narices, retrató bien el paisaje en estos relamidos versos:
      «La honrada libertad se prostituye / y óyense los aullidos de la hiena / en Alcoy, en Montilla, en Cartagena».
El de Cartagena, precisamente, fue el cantón insurrecto más activo y belicoso de todos, situado muy a la izquierda de la izquierda, hasta el punto de que cuando al fin se decidió meter en cintura aquel desparrame de taifas, los cartageneros se defendieron como gatos panza arriba, entre otras cosas porque la suya era una ciudad fortificada y tenía el auxilio de la escuadra, que se había puesto de su parte. La guerra cantonal se prolongó allí y en Andalucía durante cierto tiempo, hasta que el gobierno de turno dijo ya os vale, tíos, y envió a los generales Martínez Campos y Pavía para liquidar el asunto por las bravas, cosa que hicieron a cañonazo limpio. Mientras tanto, como las Cortes no servían para una puñetera mierda, a los diputados -que ya ni iban a las sesiones- les dieron vacaciones desde septiembre de 1873 a enero de 1874. Y en esa fecha, cuando se reunieron de nuevo, el general Pavía («Hombre ligero de cascos y de pocas luces»), respaldado por la derecha conservadora, sus tropas y la Guardia Civil, rodeó el edificio como un siglo más tarde, el 23-F, lo haría el coronel Tejero -que de luces tampoco estaba más dotado que Pavía-. Ante semejante atropello, los diputados republicanos juraron morir heroicamente antes que traicionar a la patria; pero tan ejemplar resolución duró hasta que oyeron el primer tiro al aire. Entonces todos salieron corriendo, incluso arrojándose por las ventanas. Y de esa forma infame y grotesca fue como acabó, apenas nacida, nuestra desgraciada Primera República.


[Continuará].

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 Asunto: Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)
NotaPublicado: 03 Ene 2016 20:57 
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ARTURO PÉREZ-REVERTE
Una historia de España (LVI)

La primera república española, aquel ensayo de libertad convertido en disparate en manos de políticos desvergonzados y pueblo inculto e irresponsable, se había ido al carajo en 1874. La decepción de las capas populares al ver sus esperanzas frustradas, el extremismo de unos dirigentes y el miedo a la revolución de otros, el desorden social que puso a toda España patas arriba y alarmó a la gente de poder y dinero, liquidó de modo grotesco el breve experimento. Todo eso puso al país a punto de caramelo para una etapa de letargo social, en la que la peña no quería sino calma y pocos sobresaltos, sopitas y buen caldo, sin importar el precio en libertades que hubiera que pagar por ello. Se renunció así a muchas cosas importantes, y España (de momento con una dictadura post revolucionaria encomendada al siempre oportunista general Serrano) se instaló en una especie de limbo idiota, aplazando reformas y ambiciones necesarias. Sin aprender, y eso fue lo más grave, un pimiento de los terribles síntomas que con las revoluciones cantonales y los desórdenes republicanos habían quedado patentes. El mundo cambiaba y los desposeídos abrían los ojos. Allí donde la instrucción y los libros despertaban conciencias, la resignación de los parias de la tierra daba paso a la reivindicación y la lucha. Cinco años antes había aparecido una institución inexistente hasta entonces: la Asociación Internacional de Trabajadores. Y había españoles en ella. Como en otros países europeos, una pujante burguesía seguía formándose al socaire del inevitable progreso económico e industrial; y también, de modo paralelo, obreros que se pasaban unos a otros libros e ideas iban organizándose, todavía de modo rudimentario, para mejorar su condición en fábricas y talleres, aunque el campo aún quedaba lejos. Dicho en plan simple, dos tendencias de izquierdas se manifestaban ya: el socialismo, que pretendía lograr sus reivindicaciones sociales por medios pacíficos, y el anarquismo -«Ni dios, ni patria, ni rey»-, que creía que el pistoletazo y la dinamita eran los únicos medios eficaces para limpiar la podredumbre de la sociedad burguesa.

Así, la palabra anarquista se convirtió en sinónimo de lo que hoy llamamos terrorista, y en las siguientes décadas los anarquistas protagonizaron sonados y sangrientos episodios a base de mucho bang-bang y mucho pumba-pumba, que ocupaban titulares de periódicos, alarmaban a los gobiernos y suscitaban una feroz represión policial. Detalle importante, por cierto, era que el auge burgués e industrial del momento estaba metiendo mucho dinero en las provincias vascas, Asturias y sobre todo en Cataluña, donde ciudades como Barcelona, Sabadell, Manresa y Tarrasa, con sus manufacturas textiles y su proximidad fronteriza con Europa, aumentaban la riqueza y empezaban a inspirar, como consecuencia, un sentimiento de prosperidad y superioridad respecto al resto de España; un ambiente que todavía no era separatista a lo moderno -1714 ya estaba muy lejos- pero sí partidario de un Estado descentralizado (la ocasión del Estado jacobino y fuerte a la francesa la habíamos perdido para siempre) y también industrial, capitalista y burgués, que era lo que en Europa pitaba. Sentimiento que, en vista del desparrame patrio, era por otra parte de lo más natural, porque Jesucristo dijo seamos hermanos, pero no primos. Nacían así, paset a paset, el catalanismo moderno y sus futuras consecuencias; muy bien pergeñado el paisaje, por cierto, en unas interesantes y premonitorias palabras del político catalán -hijo de hisendats, o sea, familia de abolengo y dinero- Prat de la Riba: «Dos Españas: la periférica, viva, dinámica, progresiva, y la central, burocrática, adormecida, yerma. La primera es la viva, la segunda la oficial». Todo eso, tan bien explicado ahí, ocurría en una España de oportunidades perdidas desde la guerra de la Independencia, donde los sucesivos gobiernos habían sido incapaces de situar la palabra nación en el ámbito del progreso común. Y mientras Gran Bretaña, Francia o Alemania desarrollaban sus mitos patrióticos en las escuelas, procurando que los maestros diesen espíritu cívico y solidario a los ciudadanos del futuro, la indiferencia española hacia el asunto educativo acarrearía con el tiempo gravísimas consecuencias: un ejército desacreditado, un pueblo desorientado e indiferente, una educación que seguía estando en buena parte en manos de la Iglesia Católica, y una gran confusión en torno a la palabra España, cuyo pasado, presente y futuro secuestraban sin complejos, manipulándolos, toda clase de trincones y sinvergüenzas.


[Continuará].

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 Asunto: Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)
NotaPublicado: 18 Ene 2016 22:00 
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ARTURO PÉREZ-REVERTE
Una historia de España (LVII)

El siglo XIX había sido en España -lo era todavía, en aquel momento- un desparrame de padre y muy señor mío: una atroz guerra contra los franceses, un rey (Fernando VII) cruel, traidor y miserable, una hija (Isabel II) incompetente, caprichosa y más golfa que María Martillo, un rey postizo (Amadeo de Saboya) tomado a cachondeo, la pérdida de casi todas las posesiones americanas tras una guerra sin cuartel, una primera insurrección en Cuba, una guerra cantonal, una Primera República del Payaso Fofó que había acabado como el rosario de la Aurora, golpes de Estado, pronunciamientos militares a punta de pala y cuatro o cinco palabras (España, nación, patria, centralismo, federalismo) en las que no sólo nadie se ponía de acuerdo, sino que se convertían, como todo aquí, en arma arrojadiza contra el adversario político o el vecino mismo. En pretexto para la envidia, odio y vileza hispanas, agravadas por el analfabetismo endémico general. Echando números, nos salían sólo 15 años de intentos democratizadores contra 66 siniestros años de carcundia, iglesia, caspa, sables y reacción. Y cuando había elecciones, éstas eran una farsa de votos amañados. Hasta un par de años antes, todos los cambios políticos se habían hecho a base de insurrecciones y pronunciamientos. Y la peña, para resumir, o sea, la gente normal, estaba hasta la línea de flotación. Harta de cojones. Quería estabilidad, trabajo, normalidad. Comer caliente y que los hijos crecieran en paz. Así que algunos políticos, tomando el pulso al ambiente, empezaron a plantearse la posibilidad de restaurar la monarquía, esta vez con buenas bases. Y se fijaron en Alfonsito de Borbón, el hijo en el exilio de Isabel II, que tenía 18 años y era un chico agradable, bajito, moreno y con patillas, sensato y bien educado. Al principio los militares, acostumbrados a mandar ellos, no estaban por la labor; pero un pedazo de político llamado Cánovas del Castillo -sin duda el más sagaz y competente de su tiempo- convenció a algunos y se acabó llevando al huerto a todos. El método, eso sí, no fue precisamente democrático; pero a aquellas alturas del sindiós, en plena dictadura dirigida por el eterno general Serrano y con las Cortes inoperantes y hechas un bebedero de patos, Cánovas y los suyos opinaban, no sin lógica, que ya daba igual un método que otro. Y que a tomar todo por saco. Y así, en diciembre de 1874, en Sagunto y ante sus tropas, el general Martínez Campos proclamó rey a Alfonso XII, por la cara.

La cosa resultó muy bien acogida, Serrano hizo las maletas, y el chaval borbónico embarcó en Marsella, desembarcó en Barcelona, pasó por Valencia para asegurarse de que el respaldo de los espadones iba en serio, y a primeros del año 1875 hizo una entrada solemne en Madrid, entre el entusiasmo de las mismas masas que hacia año y pico habían llamado puta a su madre. Y es que el pueblo -lo mismo a ustedes les suena el mecanismo- se las tragaba de a palmo, hasta la gola, en cuanto le pintaban un paisaje bonito y le comían la oreja (es lo que tienen, sumadas, la ingenuidad, la estupidez y la incultura). El caso es que a Alfonso XII lo recibieron como agua de mayo. Y la verdad, las cosas como son, es que no faltaban motivos. En primer lugar, como dije antes, Cánovas era un político como la copa de un pino (del que los de ahora deberían tomar ejemplo, en el caso improbable de que supieran quién fue). Por otra parte, el joven monarca era un tío estupendo, o lo parecía, quitando que le gustaban las mujeres más que a un tonto una tiza. Pero fuera de eso, tenía sentido común y sabía estar. Además se había casado por amor con la hija del duque de Montpensier, que era enemigo político de su madre. Ella se llamaba María de las Mercedes (para saber más del asunto, libros aparte, cálcense la película ¿Dónde vas Alfonso XII?, que lo cuenta en plan mermelada pero no está mal), era joven, regordeta y guapa, y eso bastó para ganarse el corazón de todas las marujas y marujos de entonces. Aquella simpática pareja fue bien acogida, y con ella el país tuvo un subidón de optimismo. Florecieron los negocios y mejoró la economía. Todo iba sobre ruedas, con Cánovas moviendo hábilmente los hilos. Hasta pudo liquidarse, al fin, la tercera guerra carlista. El rey era amigo de codearse con el pueblo y a la gente le caía bien. Era, para entendernos, un campechano. Y además, al morir Mercedes prematuramente, la tragedia del joven monarca viudo -aquellos funerales conmovieron lo indecible- puso a toda España de su parte. Nunca un rey español había sido tan querido. La Historia nos daba otra oportunidad. La cuestión era cuánto íbamos a tardar en estropearla.


[Continuará].

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 Asunto: Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)
NotaPublicado: 11 Feb 2016 21:03 
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Una historia de España (LVIII)
XLSemanal - 08/2/2016

Con Alfonso XII, que nos duró poco, pues murió en 1885 siendo todavía casi un chaval y sólo reinó diez años, España entró en una etapa próspera, y hasta en lo político se consiguió (a costa de los de siempre, eso sí) un equilibrio bastante razonable. Había negocios, minería, ferrocarriles y una burguesía cada vez más definida según los modelos europeos de la época. En términos generales, un español podía salir de viaje al extranjero sin que se le cayera la cara de vergüenza. A todo contribuían varios factores que sería aburrido detallar aquí -para eso están los historiadores, y que se ganen ellos el jornal-, pero que conviene citar aunque sea por encima. A Alfonso XII los pelotas lo llamaban el Pacificador, pero la verdad es que el apodo era adecuado. El desparrame de Cuba se había serenado mucho, la tercera guerra carlista puso las cosas crudas al pretendiente don Carlos (que tuvo que decir hasta luego Lucas y cruzar la frontera), y hasta el viejo y resabiado cabrón del general Cabrera, desde su exilio en Londres, apoyó la nueva monarquía. Ya no habría carlistadas hasta 1936. Por otra parte, el trono de Alfonso XII estaba calentado con carbón asturiano, forjado con hierro vasco y forrado en paño catalán, pues en la periferia estaban encantados con él; sobre todo porque la siderurgia vascongada -aún no se decía euskaldún- iba como un cohete, y la clase dirigente catalana, en buena parte forrada de pasta con los esclavos y los negocios de una Cuba todavía española, tenía asegurado su tres por ciento, o su noventa por ciento, o lo que trincara entonces, para un rato largo. Por el lado político también iba la cosa como una seda para los que cortaban el bacalao, con parlamentarios monárquicos felices con el rey y parlamentarios republicanos que en su mayor parte, tras la disparatada experiencia reciente, no creían un carajo en la república. Todos, en fin, eran dinásticos. Se promulgó en 1876 una Constitución (que estaría en vigor más de medio siglo, hasta 1931) con la que volvía a intentarse la España unitaria y patriótica al estilo moderno europeo, y según la cual todo español estaba obligado a defender a la patria y contribuir a los gastos del Estado, la provincia y el municipio.

Al mismo tiempo se proclamaba -al menos sobre el papel, porque la realidad fue otra- la libertad de conciencia, de pensamiento y de enseñanza, así como la libertad de imprenta. Y en este punto conviene resaltar un hecho decisivo: al frente de los dos principales partidos, cuyo peso era enorme, se encontraban dos políticos de extraordinarias talla e inteligencia, a los que Pedro Sánchez, Mariano Rajoy, José Luis Zapatero y José María Aznar, por citar sólo a cuatro tiñalpas de ahora mismo, no valdrían ni para llevarles el botijo. Cánovas y Sagasta, el primero líder del partido conservador y el segundo del liberal o progresista, eran dos artistas del alambre que se pusieron de acuerdo para repartirse el poder de un modo pacífico y constructivo en lo posible, salvando sus intereses y los de los fulanos a los que representaban. Fue lo que se llamó período (largo) de alternancia o gobiernos turnantes. Ninguno de los dos cuestionaba la monarquía. Gobernaba uno durante una temporada colocando a su gente, luego llegaba el otro y colocaba a la suya, y así sucesivamente. Todo pacífico y con vaselina. Tú a Boston y yo a California. Eso beneficiaba a mucho sinvergüenza, claro; pero también proporcionaba estabilidad y paz social, ayudaba a los negocios y daba credibilidad al Estado. El problema fue que aquellos dos inteligentes fulanos se dejaron la realidad fuera; o sea, se lo montaron ellos solos, olvidando a los nuevos actores de la política que iban a protagonizar el futuro. Dicho de otro modo: al repartirse el chiringuito, la España oficial volvió la espalda a la España real, que venía pidiendo a gritos justicia, pan y trabajo. Por suerte para los gobernantes y la monarquía, esa España real, republicana y con motivo cabreada, estaba todavía en mantillas, tan desunida en plan cainita como solemos estarlo los españoles desde los tiempos de Viriato. Pero con pan y vino se anda el camino. A la larga, las izquierdas emergentes, las reales, iban a contar con un aliado objetivo: la Iglesia católica, que fiel a sí misma, cerrada a cuanto oliera a progreso, a educación pública, a sufragio universal, a libertad de culto, a divorcio, a liberar a las familias de la dictadura del púlpito y el confesonario, se oponía a toda reforma como gato panza arriba. Eso iba a encabronar mucho el paisaje, atizando un feroz anticlericalismo y acumulando cuentas que a lo largo del siguiente medio siglo iban a saldarse de manera trágica.


[Continuará].

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Traducción al español por Huan Manwë para phpbb-es.com


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