Latour demostró un fino instinto no sólo al elegir a la persona (resultaba obvio que si alguien podía ser conmovido e impelido a actuar, se trataba de la hipersensitiva emperatriz...) sino al elegir el momento.
Elisabeth.
En los cinco años precedentes, Elisabeth había demostrado con creces su inclinación a mantenerse alejada de la corte. Los años 1860 y 1861 habían sido particularmente ilustrativos en cuanto a su determinación por huír de un entorno palaciego, una capital y un matrimonio que no le proporcionaban ninguna clase de satisfacción. Pero también entre 1862 y 1865 había viajado mucho, a su Baviera natal, a su querida Hungría, a lugares bucólicos como Reichenau o a su estación termal preferida, Bad Kissingen. Cualquier oportunidad para permanecer ausente la pillaba al vuelo. Y cuando estaba "en casa", su actitud era poco accesible en general. "Enfermaba" con gran facilidad, lo que le proporcionaba la excusa para aislarse, dedicarse a sus ocupaciones particulares y, desde luego, cerrar a cal y canto la puerta del dormitorio a su marido.
Franz Joseph había aprendido ya que su mujer era extremadamente volátil. Cualquier desavenencia podía llevarla a emprender una de sus huídas. Cualquier roce tensaba al máximo la cuerda de las relaciones matrimoniales y familiares. A aquella mujer de fabulosa hermosura le traían sin cuidado sus responsabilidades hacia el Estado y hacia la dinastía de los Habsburgo. Sólo se guiaba por sus deseos e impulsos, no se plegaba a los requerimientos de su elevada posición. En un aspecto muy privado, que Elisabeth no cohabitase con él derivaba en el hecho de que sólo tenían una hija (Gisela) y un hijo (Rudolf). Para un hombre tan concienzado desde la cuna de la necesidad de garantizar la sucesión, tenía que ser a la fuerza particularmente difícil contar con un único hijo varón de constitución delicada.
En aquel verano de 1865, sin embargo, Elisabeth estaba siendo "más generosa" con Franz Joseph. Los diarios de la archiduquesa Sophie reflejan que la convivencia de la pareja imperial pasaba por lo que se podría denominar "un buen momento". Incluso volvían a compartir con cierta regularidad el lecho, lo que permitía la esperanza de que la familia se viese ampliada.
Elisabeth estaba en una posición de fuerza, por lo tanto. Ella era la que se otorgaba o la que se negaba; la que se quedaba o la que se largaba.
Cuando Elisabeth recibió a Latour, en la villa imperial de Bad Ischl, dónde se encontraban disfrutando de la clásica estadía veraniega, el preceptor hizo alarde de su elocuencia para describir la penosa situación de Rudolf. No cabe duda de que Elisabeth experimentó una dolorosa impresión, una sacudida emocional. En realidad, si se considera el asunto, aquella madre DEBERÍA haber estado perfectamente enterada de cómo trataba Gondrecourt a Rudolf, ya que no había nadie en la corte que ignorase los procedimientos expeditivos del tutor designado para el kronprinz. Pero hasta entonces Elisabeth se había permitido vivir a su aire, sin detenerse a enfocar la mirada en aquella dirección. Pero la postura de "lo que no veo no me afecta" se quebró, inevitablemente, durante la entrevista concedida a Latour.